Autores: Echegaray Corta, Carmelo de
Titulos: Introducción del cristianismo en el País Vasco : conferencia de D. Carmelo de Echegaray leída por su autor en el Salón de Actos del Instituto de Guipúzcoa el día 30 de Septiembre de 1904
Materias: Cristianismo - Euskadi - Estudios, ensayos, conferencias, etc.
Editores: Imprenta de la Provincia, San Sebastián, 1905
Localizacion Sign.Topografica Situacion Devolucion
FONDO DE RESERVA C-123 F-3 No prestable
INTRODUCCIÓN DEL CRISTIANISMO EN EL PAÍS VASCO
CONFERENCIA
DE
D. CARMELO DE ECHEGARAY
LEÍDA POR SU AUTOR EN EL
SALÓN DE ACTOS DEL INSTITUTO DE GUIPÚZCOA
EL DÍA 30 DE SEPTIEMBRE DE 1904
SAN SEBASTIÁN
Imprenta de la Provincia
1905
INTRODUCCIÓN DEL CRISTIANISMO
EN EL
PAÍS VASCO (1)
Excmo. Sr.:
Señoras:
Señores:
El asunto que trato de esclarecer ante vosotros, es de tal magnitud y de tal importancia, que ya el programa mismo de la Fiesta de la tradición del Pueblo vasco lo considera como el más trasncental de la historia de nuestro país. Y justo es que así lo considere, porque prescindir de estudiar la parte que toca al Cristianismo en los anales del pueblo euskaro, sería incurrir en el más absurdo é irracional de los fanatismos, y empeñarse voluntariamente en la insensata empresa de cerrar los ojos á la luz. Toda historia escrita sin otra preocupación que la preocupación santa y generosa de la verdad, no podrá menos de detenerse respetuosamente á investigar la influencia fecunda que la Religión cristiana ejerció en la civilización de los vascos. Cuanto hay de grande y de elevado en nuestra historia medio-eval, á la Ley de Cristo se le debe. Ella empujó y favoreció toda acción que tendiese á levantar el nivel moral de la gente euskara, é inspiró cuantas creaciones llevan sello de espiritualismo y de nobleza. Para derrotar el bárbaro derecho del más fuerte y asentar sobre sólidos cimientos la libertad civil, no podía contarse con otro apoyo más que con el suyo. Aquí no se encuentra ni una leve reliquia del espíritu caballeresco, y no es dado atribuír á él las maravillas que en otros países se le han querido adjudicar, con escaso respeto á la verdad, sin duda, porque la caballería, según testimonio de escritores tan desemejantes entre sí como Balmes y Juan Pablo Richter, (2) no es raíz, sino retoño del espíritu cristiano. Pero aunque así no fuera, en la tierra vasca no cabe buscar en el espíritu caballeresco, que aquí fue originariamente desconocido, la fuerza y el germen de ninguna de las grandezas espiritualistas que comenzaron á fulgurar espléndidas á medida que iban declinando los tiempos medios. Al amparo de la Religión vió el pueblo asegurada su libertad, respetados sus derechos, purificadas sus costumbres, promulgadas sus leyes, nacer y desarrollarse el arte, con timidez infantil al principio, con mayor arranque y brillantez después, agruparse las gentes y formar centros de población que favorecían las transacciones mercantiles y aumentaban los medios de subsistencia y preparaban el desenvolvimiento extraordinario que adquirieron los elementos de vida que había en el país euskaro, cuando el descubrimiento inmortal de Colón demostró la inexactitud del arrogante Non plus ultra grabado en las columnas de Hércules, y abrió nuevos y anchurosos horizontes á la actividad humana.
¿Desde qué época venía actuando sobre los vascongados esta bienhechora y prodigiosa influencia de la Religión de Cristo, y cuándo comenzó á infiltrarse, como jugo del cielo y savia de vida, en el árbol de su organización social, amansando la fiereza natural de la raza, suavizando paulatinamente las costumbres, desterrando ciertas prácticas no muy conformes con los principios en que la civilización se inspira, enalteciendo el deber del sacrificio, enderezando á altísimos fines los sentimientos humanos, infundiendo santas y alentadoras esperanzas, dignificando y sublimando la libertad?
Diversos son en esta parte los pareceres de los historiadores, pero cúmpleme declarar, por lo mismo que disiento de su opinión, que los más doctos, los que de más renombre gozan y más fácil aprobación encuentran entre los lectores, se inclinan á tener por cierto y averiguado, ó cuando menos por probable, que el Cristianismo no penetró en las escarpadas montañas y frondosos valles que forman el territorio euskaldun hasta muy avanzada la Edad Media, y atribuyen la introducción del Evangelio en el pueblo vasco á los cristianos del otro lado del Ebro que venían huyendo de la invasión sarracena que se enseñoreaba de España.
Este es el sentir de los señores Amador de los Ríos y Cánovas del Castillo, (3) aunque el primero no deja de incurrir en ciertas contradicciones que ya hicimos notar en otra ocasión. Decir, por ejemplo, como dijo el señor Amador de los Ríos que el triunfo del Catolicismo, logrado en el tercer Concilio de Toledo, llamó aquella parte de los moradores del suelo vasco que habían abrazado la Religión Cristiana, á una vida común con los hijos de la España central, en el seno de la Iglesia, es confesar de plano que ya en la época visigótica, una parte cuando menos de la Euskal-Erria había recibido los beneficios de la predicación evangélica y se había cobijado á la sombra augusta de la Cruz.
El docto autor de la Historia de la literatura española fundó su opìnión acerca de la tardía introducción del Cristianismo en el territorio vasco, en la autoridad de Cénac Moncaut, (4) escritor de aquellos que en el cultivo de las ciencias históricas no ponen el mayor empeño en cerrar las puertas que conducen á la encantada ciudad de la fantasía. De muchas de las tradiciones que él refiere, como de muchas otras que pomposament se decoran con el título de tradiciones vascongadas, hay que desconfiar en buena crítica, y tenerlas por recientes, cuando nó por absolutamente falsas. Algunas conozco yo que de tradiciones no tienen más que el nombre que sus autores les dieron al sacarlas á pública luz, y no son en realidad otra cosa que fantasías líricas en prosa ó verso, con reminiscencias, ya de leyendas germánicas, ya de los poemas del falso Ossian, ya de supersticiones y fábulas del antiguo Oriene y de la primitiva mitología helénica. No es Cénac Moncaut de los que pueden tirar la primera piedra contra los que hayan incurrido en la propagación de tales patrañas, ni es tampoco de los que en el estudio de cosas más recientes se han circunscrito con mayor empeño á no salirse de los cánones de una investigación docta y pacientemente encaminada al descubrimiento de la verdad. Sobre el terreno mismo he podido observar no escasos errores que el autor de que vengo hablando acoge y difunde en su Viaje arqueológico por Guipúzcoa, Navarra y el país vasco-francés. Ciñéndome, por ahora, á Guipúzcoa por ser la tierra que mejor conozco, he podido notar que apenas si se transcribe con fidelidad uno sólo de los nombres de lugares visitados por el autor, y los datos históricos que acompañan á su narración no están á prueba de un severo examen crítico. Quien así procede cuando se trata de cosas cuya inexactitud puede cualquiera demostrarle, ¡qué no hará cuando se dedica al estudio de épocas rodeadas de nieblas espesas, para cuyo esclarecimiento se necesita, no sólo un gran sentido crítico, un amor indeficiente á la verdad y una decisión inquebrantable de sobreponerse á toda preocupación que impida ó estorbe el cumplimiento de lo que ese amor á la verdad y una decisión inquebrantable de sobreponerse á toda preocupación que impida ó estorbe el cumplimiento de lo que ese amor á la verdad exige, sino también atarse á los lomos la correa del trabajo, según frase de la Escritura, y no fatigarse en inquirir uno y otro detalle, y una y otra minucia, por despreciable que á primera vista parezca, á fin de no formar sobre el problema, sin suficientes datos, un juicio aprioristico, que no puede menos de resultar atropellado, cuando no erróneo!
Por eso no es de extrañar que dejándose guiar por el prestigio de que inmerecidamente gozan algunos autores que en el mundo literario y científico han pretendido llevar la voz entre los que se dedican al estudio de las cosas euskaras, los señores Amador de los Rios y Cánovas del Castillo, y con ellos otros escritores ilustres, se hayan creído en el caso de dar asenso á opiniones que seguramente no hubiesen patrocinado, si, limitando el campo de sus trabajos, hubieran podido examinar sobre el terreno, y á la luz de multitud de datos que sólo de esta manera puede uno proporcionarse, la endeblez de muchas de las afirmaciones que, sin sobrada modestia, lanzan autores más ingeniosos que sólidos, más aparatosos que circunspectos, más brillantes que fieles cumplidores de los preceptos que impone la moderna crítica.
Para seguir la opinión de Cénac Moncaut, en el punto histórico á que nos referimos, se han fijado los señores Amador de los Ríos y Cánovas del Castillo en una razón que á primera vista convence, pero que, si debidamente se analiza, pierde todo su vigor y fuerza. La carencia absoluta de monumentos cristianos de épocas remotas en las Provincias Vascongadas hace creer á estos doctos autores que en ellas tuvo que ser tardía la introducción y difusión del Cristianismo. Pero de que hoy no conozcamos ningún monumento cristiano de épocas remotas en este país, no se sigue que no los haya; pues para que esta afirmación no sea temeraria, se necesita registrar iglesia por iglesia, ermita por ermita, caserío por caserío, seto por seto, el territorio vasco; y sólo cuando eso se haya verificado, se podrá decir con conocimiento de causa que aquí se carece en absoluto de construcciones cristianas anteriores á las citadas por el señor Amador de los Ríos en sus Estudios monumentals y arqueológicos de las Provincias Vascongadas.
Es más: aún cuando llegára á demostrarse que actualmente no existe en el territorio vasco edificio alguno cuya construcción se remonte á los primeros siglos de la Era Cristiana y sea reveladora de que los congregados en él formaban en el número de los que se guiaban por las enseñanzas divinas del Evangelio, aún así no podría sostenerse, sin salirse de los límites de la sana crítica, que esa carencia de antiguos monumentos cristianos autoriza á afirmar que la Buena Nueva no se escuchó por los hijos de Aitor hasta la época en que fueron erigidas las iglesias ó santuarios más vetustos que hoy conocemos. Pudo haberlos más antiguos y desaparecer totalmente, sin dejar siquiera ni vestigio ni rastro alguno del estilo arquitectónico á que se sujetó su construcción. Y esta no es una suposición infundada ni temeraria: por el contrario, está basada en hechos históricos de exactitud no dudosa.
Citemos alguno de ellos. En 17 de Abril de 1014 hizo el Rey don Sancho el Mayor de Navarra al célebre monasterio de San Salvador de Leire, donación de la villa de San Sebastián, con sus parroquias de Santa María y San Vicente, y el monasteriod e San Sebastián el Antiguo. ¿De qué estilo eran los templos que entonces existían en San Sebastián? Nadie puede afirmarlo, pues las tres iglesias que se citan en la referida donación, desaparecieron totalmente sin dejar la menor huella del gusto á que su edificación obedeció. ¿Quién será osado á asegurar que pudieron incluírse ó nó en el grupo latino-bizantino, de que el señor Amador de los Ríos no esperaba encontrar muestra ninguna en las Provincias Vascongadas? Santa María fue levantada de nuevo del siglo XIII al XIV. El estilo á que su construcción se sometió fue el de la época el ojivla, á juzgar por lo que nos dice el Doctor Camino, (5) pues ya no queda tampoco resto ni reliquia visible de aquella fábrica, sustituída durante el pasado siglo XVIII por otra churrigueresca. La iglesia de San Vicente, tal como hoy la conocemos, data de 1507, y la construyeron los arquitectos guipuzcoanos Miguel de Santa Celay y Juan de Urrutia, sin que á la hora presente nos sea dado encontrar la más leve muestra de lo que antes pudo ser. El monasterio de San Sebastián el Antiguo ha sufrido en el transcurso de los siglos diversos incendios, y ha sido varias veces completamente arrasado. ¿Quién se atreverá hoy á describírnoslo tal como pudo existir en los días de Sancho el Maor, en que ya no debía de ser de construcción reciente, ya que el diploma á que hemos hecho referencia le denomina Antiguo? Sólo este ejemplo, entre muchos que pudieran aducirse, y que se omiten por evitar prolijidad, demuestra el error á que se expone quien para fijar la fecha en que se introdujo la luz del Evangelio en las Provincias Vascongadas, atiende nada más que al estilo arquitectónico de las construcciones religiosas que hoy conocemos, ó á los restos y vestigios que se conservan de otras anteriores. Si de tres iglesias que existían en San Sebastián en los primeros años del siglo XI (cabalmente en la misma época en que Cénac Moncaut supone que penetró el Cristianismo entre los vascos) no ha sobrevivido á los tiempos ni siquiera una ligera reliquia por la cual nos sea dado rastrear y adivinar el estilo á que se sujetó la obra; ¿será temerario asegurar que son muchas las construcciones religiosas modificadas en las Provincas Vascongadas á medida que los recursos permitían satisfacer con desahogo las exigencias del gusto siempre versátil? Y es de notar, á mi juicio, una circunstancia en que no han puesto sobrada atención los historiadores. Las Provincias Vascongadas, durante la Edad Media, no disponían de medios para levantar fábricas suntuosas: por eso, las que aquí surgieron á impulsos de la fé tuvieron que resentirse de la relativa probeza de las gentes que las construían. En cambio, el Renacimiento abrió á la raza euskara un período de prosperidad material, y la participación gloriosa que los hijos de Aitor tuvieron en las memorables empresas que dieron por resultado la colonización del Continente Americano, trajo á estas montañas no poco caudales que muchas veces se invirtieron en la edificación y ornamentación de iglesias. Menguados y poco dignos debieron parecer á los vascos de entonces muchos de los templos levantados por ss padres, y deseosos de dar prueba ostensible de su religiosidad, y fieles al gusto de la época, que proscribía por bárbaras las cosas medio-evales, y se ufanaba con los esplendores del Renacimiento, comenzaron á reemplazar las iglesias románicas y ojivales por otras que se ajustaban á los cánones de las nuevas escuelas. De algunas de las obras ejecutadas con tal motivo, quedan todavía en nuestros templos muestras elocuentes que no hablan muy alto en pró de la inspiración y gusto artístico de quienes las llevaron á cabo.
Y hasta puede sostenerse, sin incurrir en peligrosas temeridades, otra hipótesis que viene á apoyar la creencia de que la mayoría de los templos que primitivamente se consagraron al culto cristiano en la tierra euskalduna debió desaparecer ó sufrir radicales modificaciones ante de la Edad moderna.
Y hasta puede sostenerse, sin incurrir en peligrosas temeridades, otra hipótesis que viene á apoyar la creencia de que la mayoría de los templos que primitivamente se consagraron al culto cristiano en la tierra euskalduna debió desaparecer ó sufrir radicales modificaciones antes de la Edad moderna.
No deja de ser admisible, en efecto, la indicación apuntada por el señor Amador de los Ríos, de que los templos que primeramente se erigieron aquí por los cristianos, fueron modestísimos templos de madera, de que todavía hemos conocido muestra ruda, pero venerable por su misma rudeza, en la humildísima parroquia de Elejabeitia, situada en el corazón mismo del agreste y pintoresco valle de Arratia. Y esta opinión es tanto más razonable, cuanto sabemos que, aún entrado el siglo XVI, se quemó en Cestona la iglesia parroquial por el año de 1549, á causa principalmente de no haberse empleado en su construcción los materiales sólidos que hoy se emplean. (6) Contados fueron aquí durante los siglos medios los edificios civiles no construídos de madera: por eso eran tan terribles los incendios, y se propagaban con tan espantosa rapidez, convirtiendo en pavesas poblaciones enteras. Si recorremos la historia local de San Sebastián, y paramos nuestra atención en lo que nos cuenta acerca de las varias veces que la actual capital de Guipúzcoa se vió reducida á escombros por el fuego, notaremos que una de las causas que más contribuían á la expansión del siniestro era la endeblez de los edificios, en la mayor parte de los cuales para nada se había utilizado la piedra, ni otra materia incombustible. Por ello, los Reyes Católicos, desde Jaen, donde se hallaban, concedieron grandes privilegios y exención de derechos por cierto número de años á los que reconstruyeran de piedra ó mampostería sus casas destruídas por el incendio de 1489. (7) Y es gráfica la frase de Enrique IV de Castilla, que visitando á Durango en 1457, y observando la ruindad, pobreza y fragilidad de la mayor parte de las casas de la villa, dijo que su suerte estaba en manos de un loco, fatídica profecía que tuvo su cumplimiento un siglo después. (8)
Estos casos y muchos otros que pudieran alegarse, revelan por modo elocuente cuán numerosos eran aquí los edificios de madera, si se les comparaba con los que se habían levantado valiéndose de materias incombustibles. Y no es de maravillar que así fuese, pues ni la pobreza del país consentía gastar sumas relativamente cuantiosas en tales construcciones, ni dejaba de tentar con la perspectiva halagüeña de proporcionarse fácilmente una vivienda más ó menos cómoda, la extensión que alcanzaban los bosques en el país vascongado, donde aún el siglo XVI estaban cubiertos de selva y servían de guarida á fieras y animales dañinos, tierras que hoy son de pan llevar, como ocurría, por ejemplo, en los alrededores de Villafranca de Guipúzcoa. No es este un caso excepcional que sólo se registra en el país vascongado: recuerdo haber leído no hace mucho, en una primorosa narración de viaje por una de las regiones de Inglaterra, que las ruinas del monasterio de Jarrow, habían venido á poner de relieve que, por ser de piedra y no de madera como la generalidad de las iglesias contemporáneas suyas en aquel país, le llamó suntuoso monumento el venerable San Beda, considerado como padre del saber inglés por el maravilloso orador irlandés Edmundo Burke, una de las glorias más altas del Parlamento Británico. (9)
Todas estas consideraciones vienen á robustecer la creencia de que los primeros templos cristianos que se levantaron en las Provincias Vascongadas, tuvieron que ser por fuerza modestísimos, ora fuesen de piedra, ora fuesen de madera. ¿Qué de extraño tiene que con el andar de los tiempos desapareciesen para dar lugar á construcciones más suntuosas, en que el arte entraba ya por algo? Los primeros que trajeron aquí la Buena Nueva, y evangelizaron á los hijos de Aitor, no tanto debieron pensar en erigir iglesias elegantes y artísticas, cuanto en proporcionar á los que abrazaban la Ley de Cristo un lugar de recogimiento y adoración donde se congregáran para rendir culto á Dios y estrechar los lazos de sobrehumana fraternidad con que entre sí se sentían unidos desde el instante en que creían en la eficacia regeneradora de una Sangre Divina que se había derramado en el Gólgotha para redimir á todos de la esclavitud y de las tinieblas del error.
¿Quién se atreverá, en vista de todo lo que llevo expuesto, á aseverar que los monumentos cristianos que hoy conocemos, son por sí sólos guía suficiente para fijar con seguridad la memorable fecha en que la luz divina del Cristianismo alumbró las cimas casi inaccesibles de nuestras montañas y las angosturas casi cerradas de nuestros valles? En todo método de investigación racional y pudiente que se siga para averiguar esa fecha, no podrá prescindirse del examen de tales monumentos y de las enseñanzas que su examen encierra; pero no se vaya tampoco á convertir ese medio, que es uno de los que pueden servir para el esclarecimiento de la verdad, en el único y exclusivo que conduce á ese esclarecimiento. Ne quid nimis.
Por eso, sin duda el señor Amador de los Ríos que no podía menos de ver los peligros á que conducía la adopción sistemática de este criterio, no sólo reconoce que la celebración del tercer Concilio toledano llamó á una parte de los vascos que habían abrazado el Cristianismo, á una vida común con los visigodos en el seno de la Iglesia; no sólo concede que cuando, fugitivos de la irrupción agarena, llegaron aquí los moradores de la España central, y empezaron á construir toscas y pequeñas ermitas para la celebración del culto católico, quisieron diferenciarse de los naturales que empleaban la madera para sus templos, sino que afirma que las Provincias Vascongadas recibieron por maestro y pastor desde una antigüedad remota, al obispo de Calahorra, en aquella parte donde brilló la luz del Evangelio. (10)
La influencia que aquella sede ejerció en la región de los várdulos y aún en la de los caristios y autrigones, fue tan honda y perdurable que hoy es, y todavía puede notarla quién se dé al estudio de la tradición vascongada, no de esa tradición que se teje caprichosamente y aparece en libros escritos con más ó menos brillantez y encanto, sino de esa otra que de padres á hijos se ha trasmitido oralmente y se mantiene viva y persistente en el corazón del pueblo. Preguntad á muchas gentes sencillas de lo más mediterráneo de Guipúzcoa por los santos mártires, y esas gentes sencillas que acaso no hayan leído un libro en su vida, creerán desde luego que buscais noticia de los santos mártires calagurritanos Emeterio y Celedonio, á quiens Prudencio dedicó himno especial y la piedad euskara ha consagrado más de un modesto santuario: en Azcoitia, y separado de toda vía de comunicación, puede encontrarse uno en las agrestes faldas de la montaña de Pagochoeta: otra da su nombre á un barrio de Vergara situado á orillas del río Deva, no lejos de Placencia: otro erigido en Vizcaya, en jurisdicción de Larravezúa, próximo al roble famoso de Arechabalagana, constituye –notadlo bien- una de las iglesias juraderas del Señorío. Ese culto popular y constante tributado á la santa memoria de los dos celtíberos guerreros que padecieron martirio por Cristo en una de aquellas crueles persecuciones ideadas por los Césares romanos para borrar hasta el recuerdo de la locura de la Cruz, que iba con maravillosa rapidez extendiéndose por todo el mundo conocido, prueba las relaciones que desde época remota debieron existir entre la importante y valerosa ciudad vascona levantada á orillas del Ebro, y convertida más tarde en una de las Sedes episcopales del Norte de España, y los rudos habitantes de las cuencas fragosas del Uroal y del Deva, del Butrón y del Asúa.
La influencia de aquella sede, constantemente ejercida, nos autoriza á creer que los vascos no habían de resistirse á la acción evangelizadora de los propagadores de la Ley de Cristo que desde Calahorra se dirigirían á todas las regiones vecinas. Suponer lo contrario sería cerrar los ojos á la evidencia. Prudencio, en el himno que dedicó á los santos mártires Emeterio y Celedonio, señala su tumba como uno de los centros de la difusión del Evangelio en toda la Vasconia. (11) San Braulio de Zaragoza, en la vida de San Millán, escrita á principios del siglo VII afirma que fue el santo cenobita el oráculo consultado, no sólo por los vascones, si no por toda la Cantabria cristiana. De aquella veneración acendrada y entusiasta queda todavía recuerdo en el título de algunas iglesias parroquiales del país vasco, que ostentan la advocación de San Millán. ¿Los que iban á consultar al San Antonio Abad de la Rioja, iban á ser gentes que todavía no habían conocido el Cristianismo? ¿Habremos de admitir que ninguno había llegado á predicarles las excelencias de la Buena Nueva, si ya por el año de 290 se internaban los propagadores de la Ley de Cristo hasta lo más fragoso de Asturias, según consta de descubrimientos arqueológicos llevados á cabo por mi llorado é inolvidable amigo don Aureliano Fernández Guerra? Los que llegaban hasta la asturiana Corao, bien podían llegar á los valles de Iraurgui y de Marquina, de Guernica y del Vidasoa. ¿Qué causa pudiera haber tan invencible que fuese capaz de detenerlos á mitad de camino, y de obligarles á dejar para otros tiempos y otras generaciones que estaban por venir la empresa, que por fuerza había de parecerles gloriosa y dulcísima, de atraer nuevas ovjeas al redil de Cristo? Se dirá que el país era quebrado, y difíciles y escasos los medios de comunicación; pero esto no basta, pues nadie se atreverá á pensar que fuesen más practicables los desfiladeros que separaban á Asturias del resto del mundo, y sin embargo, ya hemos visto que antes de finalizar el siglo tercero de la Edad Cristiana había adeptos de la nueva Ley en lo más abrupto de aquel territorio. (12)
Muchos de los escritores que han tratado de las antigüedades vascas han contribuído, a pesar suyo, á dificultar el esclarecimiento de este interesante problema histórico. Llevados de un mal entendido celo patriótico, han puesto singular empeño, digno de mejor causa, en demostrar que los romanos jamás penetraron en las Provincias Vascongadas, y que nuestros antepasados vivieron en aquellas lejanas edades completamente aislados y sin comercio alguno con el resto del mundo. Esa hipótesis es hoy de todo punto inadmisible, porque de día en día aparecen nuevas lápidas y restos romanos que sirven de preciosos auxiliares para conocer con exactitud el trazado de las vías construidas en territorio vasco por el pueblo-rey, y la situación de los presidios militares y mansiones que aquí poseía. Y no cabe poner en duda que á donde llegaron las huestes de Roma, llegaron también los soldados de Cristo. La Cruz alcanzó términos que la espada no pudo alcanzar jamás, y penetró en misteriosas encañadas que se mostraron cerradas á la milicia. Los caminos por donde transitaban los conquistadores romanos, sirvieron á maravilla para la difusión del Evangelio. La Iglesia fiel guardadora de la tradición, eligió para asiento de sus sedes, las ciudades que servían de residencia á las autoridades superiores del pueblo-rey. Pamplona y Calahorra eran centros importantes ya en tiempos de los romanos, y lo era Bayona bajo el nombre de Lapurdum. Y cuando la invasión sarracénica obligó á los cristianos á abandonar la ciudad de Calahorra, y tuvieron que crearse nuevos Obispados para atender á las necesidades espirituales de los fieles que se habían refugiado en la comarca alavesa, surgieron las diócesis de Valpuesta y Armentia, estableciéndose la capitalidad de la primera en la romana Vallis posita, no lejos de Uxama-barca (hoy Osma) y la de la segunda en Armentia, situada casi en el propio solar en que estuvo situada la antigua Suessatio. Más de un templo gentil purificado se trocó en cristiano basílica; se vistió á la hija de Sión con los despojos de Egipto, para valernos de una frase de la Escritura; y sobre las ruinas alavesas de Iruña, que aún despiertan la atención del estudioso, se levantó en el siglo XII un modesto santuario románico desaparecido en nuestros días, al cual bien pudo preceder otro más antiguo consagrado también al culto de la nueva Ley.
Otro hecho hay que invocan a favor suyo los sostenedores de la tesis que retrasa considerablemente la introducción del Cristianismo entre los vascos. Me refiero al martirio de San León, Obispo de Bayona, cuya muerte, producida por las mismas gentes que había venido á evangelizar, hasta para demostrar, á juicio de quienes amparan y defienden esas opiniones, que todavía permanecían los vascos sumidos en los errores del paganismo en la época avanzada en que dan por cierto que se verificó la predicación de aquel glorioso Santo en el territorio del Labourd. Pero para que tal tesis pudiera admitirse, sería menester que estuviesen demostrados estos dos hechos: primero, que San León no vivio sino hasta muy avanzada la Edad Media: segundo, que los feroces autores de su muerte eran los vascos. Lejos de poder comprobarse tales asetos, ni siquiera se sabe á ciencia cierta la época en que floreció entre los predicadores del Evangelio el apostólico varón á quien venera, como á Patrono, la diócesis de Bayona; (13) y en cuanto á la manera como se verificó su martirio, mientras hay quien lo atribuye al furor de los visigodos que profesaban la secta de Arrio, y que hicieron morir á varios Prelados católicos en tiempo del tirano Eurico, otros escritores suponen que quienes privaron de la vida á San León eran los sarrecenos que fueron arrasándolo todo á su paso, ó los piratas normandos que hicieron una terrible incursión desde Bayona por las regiones conlindantes y desahogaron su frenética saña contra todo lo que ostentára signo o manifestación de Cristianismo: son los menos quienes achacan á los euskaldunes la ejecución de aquel acto de crueldad y de persecución fanática. No me atreveré yo á decidir este punto, cuando especialistas tan doctos como mi excelente amigo el Capellán del Liceo de Pau, Mr. Dubarat, no se ha creído con datos suficientes para resolverlo, á pesar de los sólidos estudios realizados al efecto, y de las profundas investigaciones de que ha dado gallarda prueba en sus múltiples y valiosos trabajos. (14) La opinión más admitida, sin embargo, y más verosímil, la más ajustada á las exigencias de la crítica, es la que atribuye el martirio de San León á los piratas normandos, (15) sedientos de sangre cristiana, adoradores de las crueles divinidades del Walhalla septentrional. En ellos tenía tan hondas raíces el viejo culto de Odin y de Thor, que unilustre amigo mío, Mr. Godefroid Kurth, profesor eminente de la Universidad de Lieja, afirma en su admirable libro sobre los Orígenes de la civilización moderna, (16) que el ingreso de aquellos bárbaros en la Iglesia, no suponía muchas veces una ruptura total con las supersticiones primitivas, si no la mezcla de estas con la doctrina cristiana. Al declararse fieles á Jesucristo –añade- muchos no le daban más que un lugar en sus corazones, al lado ó por debajo del que ocupaban sus antiguas y feroces divinidades. Y cuando ante los anatemas del Clero, consintieron al fin en renunciar á los dioses de la mitología escandinava, sólo fue para transportar al culto del verdadero Dios las prácticas supersticiosas de la vieja idolatría. Todavía en el siglo octavo, la vida religiosa de los francos de Bélgica estaba como bajo la fascinación que producían los antiguos mitos y el antiguo culto. Atraídos por el horror misterioso de los bosques sagrados, corrían en secreto á ofrecer sacrificios ó celebrar fiestas ante los dólmenes, al pié de los árboles, al borde de las fuentes: cnataban allí sus himnos tradicionales, impregnados de la ruda y sanguinaria poesía del Norte; tomaban parte en banquetes en que se comía la carne de los caballos inmolados á los dioses, y se encontraban muy á gusto en la atmósfera de un pasado que había encerrado tantos encantos para almas medio salvajes. Aún aquellos que no llevaban tan lejos la infidelidad al Dios del Evangelio, llenaban su vida de multitud de prácticas tomadas de los errores paganos. Festejaban el jueves en honor de Thor, creían en días predestinados, sacaban horóscopos, leían el porvenir en el vuelo de los pájaros, en el relincho de los caballos y en las llamaradas del hogar, consultaban á las pitonisas, tenían fórmulas de encantamiento y otros medios mágicos para lograr que los hados les fuesen favorables, se cargaban de amuletos, encendían fuegos sagrados en las épocas fijadas por la tradición, y se entregaban con frenesí á las diversiones obscenas y brutales que les había legado la barbarie primitiva.
Considerad, señoras y señroes, qué tal serían los que aún no habían recibido las aguas regeneradoras del bautismo, si los que habían sido lavados con ellas, tenían tales vicios y se mostraban tan apegados á sus viejas divinidades. A este propósito recuerdo varios hechos que nos muestran muy á las claras cuán poco fuertes y duraderos eran los lazos que á muchas de aquellas gentes bautizadas ligaban con el Cristianismo. Cuéntase en la historia de la conquista de Inglaterra por los normandos, (17) que en tiempos anteriores á esta conquista, y por un azar favorable sucedió que el más principal de los jefes anglo-sajones, Ethelberto, rey del país de Kent, acababa de casarse con una mujer de origen franco que profesaba la religión católica. Esta noticia avivó el celo de los compañeros de Agustín, propagador de la fé cristiana en Inglaterra, que abordaron con confianza á la punta de Thanet, ya famosa en los anales de aquel país por el desembarco de los antiguos romanos y por el de los dos hermanos que habían abierto á los sajones el camino de Bretaña. Las grandes austeridades de aquellos dos celosos varones, y los prodigios que lograron realizar, ganaron el corazón de Ethelberto, que primeramente parecía haber temido algún sortilegio de su parte. Esto ocurría por los años de 596 á 601.
Por entonces se hizo también cristiano Sigheberto, pariente de Ethelberto, el cual, no obstante lo reciente de su conversión, mostraba un ardiente celo en pró del nuevo culto, y rodeaba á su naciente Clero de honores y de autoridad. Esto, sin embargo, no fue de larga duración: á este rey ferviente sucedieron hombres tibios ú hostiles al culto cristiano; y cuando los dos hijos de Sigheberto, que se llamaba familiarmente Siberto ó Sib, hubieron enterrado á su padre, tornaron de nuevo al paganismo, y abolieron todas las leyes que se habían dictado contra la vieja religión nacional.
Aún cuatrocientos años más tarde, á fines del siglo X y principios del XI, cuando la Europa entera se encontraba bajo la pavorosa preocupación del próximo fin del mundo, pronosticado para el año 1000 de la Era cristiana, arribaban á las costas de Inglaterra y surcaban las aguas del Támesis flotas de ochenta barcos dirigidas pos dos Reyes, Olaf de Noruega y Sven de Dinamarca, el segundo de los cuales, después de haber recibido el bautismo, había vuelto al culto de Odín. (18)
Juzgamos que estos hechos son suficientemente significativos para probar cuán difícil fue la sincera conversión de aquellas gentes del Norte á las prácticas del Evangelio. Ocurría con ellas lo que sucedió con casi todos los pueblos del mundo. Muchos fueron los que reconocieron y adoraron á Cristo, pero no lograron desprenderse de las viejas prácticas supersticiosas que tenían hondas raíces en su corazón. Las lamentaciones de los moralistas no dejan lugar á duda respecto de este punto. Y Salviano, en su célebre tratado De gubernatione Dei, que es uno de los primeros en que se trató la filosofía de la historica con carácter providencialista, llegó á declarar, espantado por la corrupción extendida y triunfante, que habría motivo para felicitarse si solamente la mitad de los cristianos de su tiempo fuesen dignos del nombre augusto que llevaban. Como dice Mr. Kukth, ya antes recordado, las enormes masas refractarias que parecían haberse incorporado á la Iglesia para disolverla, turbaban profundamente su armonía interior, y sin alcanzar hasta las fuentes de su vida, engendraban en su seno un estado de malestar y aún de sufrimiento; y su acción se hacía sentir á la vez en el terreno de la doctrina y en el de las costumbres.
En la misma España, después de haberse introducido y difundido el Cristianismo, tuvieron que legislar los Concilios acerca de prácticas paganas de que los neófitos no conseguían desprenderse. No hablemos del Concilio iliberitano por ser tan antiguo, ni recordemos que, según el Canon LIX, sólo después de diez años volvería al seno de la Iglesia el bautizado que hubiese subido al templo de Júpiter Capitolino para adorar; ni la penitencia de dos años que por el Canon LV se imponía al flamen que llevara las coronas al sacrificio, ni la de un año con que se castigaba al jugador por el Canon LXXIX, seguramente porque el jueo traía consigo la invocación de las divinidades gentílicas grabadas en los dados.
Vengamos á tiempos más próximos á los nuestros, y fijémonos en lo que ocurría en la España visigótica. En el Canon XV del Concilio narbonense, celebrado en 589, se reprueba la pagana costumbre de celebrar el jueves (¡diem joris!) y no trabajar en él: Recesvinto, de quien emanaron algunas leyes contra las supersticiones gentílicas, sacrificaba á los demonios, es decir, se daba a las artes mágicas, si hemos de creer á Rodrigo Sánchez de Arévalo en su Historia Hispanica: Fuit autem pessimus, nam sacrificabat daemonibus. En los tristes días de Ervigio llegó á su colmo el desorden, y hubo de condenar el Concilio XII de Toledo (681) á los adoradores de ídolos, encargando á sacerdotes y jueves que extirpasen tal escándalo. La ley III, título II, libro VI del Fuero-Juzgo, dada por el mismo Ervigio, muéstranos bien toda la profundidad de aquella llaga. Jueces había que para investigar la verdad de los crímenes acudían á vaticinadores y arúspices. El legislador les impuso la pública pena de cincuenta azotes (¡quincuagenis verberibus!). Pero aún cabía mayor descenso: el Concilio XVI renueva en su Canon I la condenación de los adoradores de ídolos, veneradores de piedras, fuentes ó árboles, de los que encendiesen antorchas, y de los augures y encnatadores. Cultores idolorum, veneratores lapidum, accensores facularum, excolentes sacra fontium vel arborum, auguratores quoque seu praecantatores. (19)
Los límites de esta conferencia no nos permiten detenernos á recordar el tesón con que el paganismo tendía á manifestarse en Italia, refugiándose en las aldeas y en los campos, cuando todas las ciudades estaban sometidas al influjo de la Nueva Ley, y sobreviviéndose en costumbres supersticiosas que cautelosamente se introducían en el cuerpo de la sociedad cristiana. El mismo nombre de paganos (paganus, de pagus, aldea) es de suyo asaz expresivo. En las homilías de San Máximo de Turín se encuentra huella profunda de las raíces que todavía tenía el paganismo en las gentes que vivían en los campos al comienzo del siglo V. (20) A mediados del siglo VI, cuando Roma había pasado ya cincuenta años bajo el poder de los godos, los idólatras eran tan audaces en el recinto de la Ciudad Eterna, que pretendieron abrir el templo de Jano y restaurar el Palladium. (21) Al empezar el siglo VII, San Gregorio el Grande excitó el celo de los Obispos de Terracina, de Córcega y de Cerdeña, para que procurasen la conversión de los paganos de sus respectivas diócesis. (22) Y seis centurias más tarde, y depués de haber consagrado á San Juan el templo que Marte tenía en Florencia, todavía el terror y cierta especie de veneración supersticiosa rodeaba la estatua del dios de la guerra; y como en 1215, una muerte cometida en el lugar á que se había transportado aquella estatua á la entrada del puente viejo, había dado lugar á contiendas entre güelfos y gibelinos, el cronista Mateo Villani, hombre prudente, pero arrastrado en demasía por la opinión de su tiempo, declaró con la mayor ingenuidad "que el enemigo del linaje humano había guardado un cierto poder en su antiguo ídolo, ya que á los piés de este ídolo se cometió el crimen que trajo tantos males para Florencia." (23)
Todos estos hechos prueban de un modo palmario lo difícil que se hacía extirpar los viejos errores del corazón humano. Por eso, los Santos Padres, penetrados del esfuerzo que se requería para instaurar verdaderamente las almas en Cristo, y arrancarlas á la barbarie y á las tinieblas del paganismo, exclamaban: Non nascuntur, send fiunt christiani. Los cristianos no nacen formados; es preciso formarlos, educarlos."
Tampoco los vascos que primeramente abrazaron el Cristianismo, nacieron formados á la vida de la ley de gracia. Fue menester formarlos, educarlos, perfeccionarlos poco á poco, hasta cambiar su manera de ser, hasta convertirlos, que eso significa la palabra conversión en su acepción etimológica y genuina. Esa ni fue, ni pudo ser labor de un día. Fue obra lenta y de muchos siglos, contrariada seguramente por no pocos y leves obstáculos, acaso por explosiones de paganismo redivivo, como el que dio lugar en el siglo VII á las predicaciones de San Amando que vino á evangelizar las partes montañosas del país, per aspera et inaccesibilia loca. (24) El carácter individualista, selvático, independiente del euskaldun aumentaba las dificultades de tan grande empresa. El vasco descrito por los geógrafos é historiadores antiguos, el vasco en estado de naturaleza, tal como se mostró en la espantosa defensa de Calahorra contra las huestes romanas, no es el vasco que hoy conocemos, transformado, enaltecido por el Cristianismo. Sin embargo, aún en el vasco civilizado por el Evangelio, no es difícil reconocer aquellas mismas tendencias del vasco primitivo. Los defectos que achaca el Padre Larramendi á los guipuzcoanos tienen por raíz aquel espíritu de individualidad y de independencia tan acentuado: "son envidiosos, soberbios, ingratos de genio, que con el tiempo, la reflexión, la educación y virtud se pueden vencer todos, como se vencen muchos, y hacen virtuoso y loable su vencimiento".. "De esta soberbia les viene –dice más adelante- el ser ingratos, no quiero decir desagradables, sino que son de genios ingratos, esto es, desagradecidos, y que estiman poco los obsequios, favores y servicios que les hacen; y se entiende aquí dentro del país y entre los paisanos. Todo les parece que se les debe, y que no hacen más que cumplir con su obligación cuantos les agasajan, obedecen y sirven." (25) La maravillosa labor del Cristianismo en nuestro país, fue convertir un pueblo extremadamente individualista, independiente y selvático hasta el exceso en uno de los pueblos más admirablemente organizados de la tierra, hasta el punto de que su constitución social es sin ejemplo en Europa, á juicio del prudente y luminoso Le Play. (26) El Cristianismo infundió á la raza euskara aquel buen sentido llevado hasta los límites del genio, que constituye su fondo, según un articulista anónimo de 1840, que en la regia magnificencia de su estilo delata la pluma de Donoso Cortés, no confundible con ninguna. (27) Comparad al vascón de Calahorra con el euskaldun de nuestros días, y vereis palpablemente la eficacia sobrehumana del Cristianismo para la civilización de los pueblos. Uno de los más grandes escritores del siglo XIX, Hipólito Taine, á quien nadie podrá tachar de parcialidad católica, condensó en estos términos la influencia de la Religión y de la Iglesia en la formación de las sociedades que surgieron á la disolución del imperio romano: "Por una parte, en un mundo fundado sobre la conquista, duro y frío como una máquina de acero, condenado por su estructura misma á destruír en sus súbditos la decisión que se requiere para la acción constante, y el ansia y la sed de vivir, había anunciado la Buena Nueva, prometido el Reino de Dios, predicado la resignación tierna y confiada en las manos del Padre que está en los cielos, inspirado la paciencia, la dulzura, la humildad, la abnegación, la caridad, abierto las únicas vías por las cuales al hombre encerrado en su ergástula romana, le era posible todavía respirar y percibir la luz: hé aquí la Religión. Por otra parte, en un Estado que poco á poco se desplomaba, se disolvía y llegaba fatalmente á convertirse en presa de cualquier vecino poderoso que quisiera apoderarse de él había formado una sociedad viviente, guiada por una disciplina y por unas leyes, congregada en torno de un objeto y de una doctrina, sostenida por la abnegación de los jefes y la obediencia de los fieles, única capaz de subsistir bajo el torrente devastador de los bárbaros que el Imperio en ruinas dejaba penetrar por todas sus brechas: hé aquí la Iglesia." (28)
Esta empresa de purificación de las costumbres y de disciplina de las multitudes, que señala Taine como característica de la Religión y de la Iglesia, se cumplió como en pocas partes en el pueblo vasco, que buscó en el Cristianismo el alma mater de sus instituciones públicas y privadas. El espiritualismo cristiano informó las primeras creaciones artísticas de que tenemos noticia en tierra euskalduna: encarnó en sus leyes: se manifestó hasta en las desinencias geográficas y administrativas, llamando anteiglesias á las repúblicas, y celebrando á las puertas de los templos y bajo el árbol concejil las juntas de vecinos; revistió de carácter religioso las fiestas populares, congregando á las muchedumbres en torno de santuarios y ermitas esparcidos por toda la región: levantó cruces en las cumbres de las montañas, á orillas de los senderos, por donde quiera que hubiese de transitar un hombre; y en ellas y en los humilladeros que de hito en hito colocó en los lugares á que más gente había de concurrir, dejó bien claras y esplendorosas muestras del ardor, del entusiasmo, del arranque generoso con que los moradores de la Euskal-Erría fueron á alistarse bajo la enseña gloriosa de Cristo. Influencia tan honda y arraigada no pudo ser labor de un día, y ciertamente no lo fue. De larga fecha venía la luz del Cristianismo alumbrando las almas de los vascos, y haciéndoles entrever los esplendores de la fé, iluminarse con los destellos vivísimos de la esperanza y abrasarse en el fuego purificador de la caridad.
La fecha en que esta infuencia bendita comenzó á irradiar sobre los euskaldunes puede remontarse, á mi juicio, nada menso que hasta el siglo III de nuestra Era. Dos textos hay que autorizan á creerlo, aparte de otras pruebas que inmediatamente indicaremos. Uno de ellos es de Tertuliano que á los comienzos de aquel siglo afirmó que la predicación evangélica y el dominio de la Cruz de Cristo abarcaba todos los términos de las Españas: Hispaniarum omnes termini. (29) Otro de los textos á que me refiero, es una oración que se encuentra en el segundo nocturno de los Oficios más antiguos de la archi-diócesis de Tolosa de Francia. En esa oración se afirma que el bienaventurado San Saturnino, que vivió en el siglo III, atravesó los Pirineos, y penetrando en tierras españolas, llegó á la ciudad de Pamplona, en donde bautizó gran muchedumbre de gentes, y en donde todavía se conserva vivo y fervoroso su culto. Agustín Chaho publicó también una estrofa en lengua vascongada para confirmar esta misma tradición de la predicación de San Saturnino en Pamplona, pero por las reminiscencias que en ellos se notan, nos parece que estos versos son una de tantas fantasías como urdió la poética y poderosa imaginación del brillante y descaminado escritor suletino.
La predicación de aquel evangélico varón no se circunscribió seguramente á Pamplona, sino que trascendió á las regiones colindantes, y muy especialmente á Guipúzcoa, en cuya parte oriental había vascones que formaban parte de la misma tribu y hablaban el mismo idioma y hasta el mismo dialecto que los moradores del territorio evangelizado por San Saturnino. La mayor prte del solar que hoy constituye la provincia de Guipúzcoa perteneció, desde siglos muy lejanos, á la diócesis pamplonesa, y no había de permanecer aferrada al paganimso cuando los Liliolos acudían, como Obispos de esta Sede, á los Concilios de Toledo en 589. Otro de los indicios que corroboran la antigüedad del Cristianismo en la Euskal-erría, es la advocación de las iglesias parroquiales, pues casi todas ellas se encuentran bajo el patronato de la Santísima Virgen, de San Juan Bautista ó de los Santos Apóstoles, aparte de algunas consagradas á San Martín, Obispo de Tours. Ya lo hizo notar Guillermo Bowles en su curioso y peregrino libro sobre la historia natural y la geografía física de España. (30) Pero todavía nos parece más significativo el hecho de la existencia de seroras en los templos de nuestro país, pues esta costumbre, que se remonta á la Iglesia primitiva, había desaparecidoya de los pueblos de Occidente en tiempo de San Isidoro de Sevilla, lo cual parece indicar que se estableció aquí con anterioridad á esa fecha. Nuestras seroras, como observó atinadamente el Padre Larramendi, son un resto de las antiguas diaconesas que había en los templos cristianos, y servían en ellos, y acerca de las cuales decían San Epifanio que ocuban el lugar más elevado á que pudieran llegar las mujeres en la Iglesia. (31)
Al mismo siglo III ó al comienzo del IV, se remonta también, en sentir de los que más á fondo han estudiado la materia, la primera evangelización del territorio que se extiende en torno de Bayona, (32) unido siempre por lazos tan estrechos con el que bañan las aguas del Vidasoa y aún las del Urumea. Pretender que mientras la predicación cristiana se difundía por todas las regiones colindantes, las gentes que moraban en el suelo guipuzcoano y vizcaino permanecían aferradas á sus antiguas tradiciones es ir contra las leyes de la verosimilitud y de la lógica. Habría seguramente espíritus descontentadizos y rebeldes á toda novedad. Amagoyas petrificadas que, como la que Villoslada pintó con rasgos magistrales, (33) tenían por vitando todo cuanto tendiese á modificar en lo más mínimo las enseñanzas que habían recibido de sus mayores; pero estos espíritus abstractos y solitarios, no bastarían para contener la acción generosa y expansiva de los predicadores del Evangelio, ansiosos de llevar la luz de la verdad á todas las almas, y de derramar sobre todas ellas los tesoros inexhaustos del beneficio de Cristo.
Claro está que, según ya hemos advertido, esta labor hubo de ser muy lenta, hasta por el carácter mismo de nuestra raza y por la dispersión en que vivía. El vasco hubo de tardar mucho en denudarse del hombre viejo, para valernos de una frase de San Pablo; pero no retardemos hasta la época en que le vemos totalmente transformado, vestido del hombre nuevo, la difusión del Cristianismo en territorio euskaro. Ya hemos visto que en ninguna parte se dio esa súbita, radical mudanza de las gentes, que se mantenían encariñadas con sus viejas prácticas aún siglos después de haberse congregado á la sombra de la Cruz y reconocido el magisterio de la Iglesia.
Mucho más pudiera decirse acerca de materia tan interesante, pero es fuerza concluír, si no se han de traspasar los límites propios de una conferencia. Los que consideren con desapasionamiento el trascendental influjo que ha ejercido el Cristianismo en la civilización de los vascos, no tendrán por extremada la extensión que he dado á mi estudio, ni el cuidado que he procurado poner para dilucidar la fecha en que el alma euskara pudo empezar á instaurarse en Cristo. No es cuestión de creyentes ni de incrédulos, ni de escaramuzas entre moros y cristianos: es sencillamente un respeto escrupuloso á los fueros de la verdad histórica.
El mundo se rige y gobierna por ideas morales: la ciencia tiene siempre algo de gnosis; es el secreto de unos cuantos iniciados y vive en alturas inaccesibles para el vulgo, que sólo recibe de ella un hilo tenuísimo de luz. Con la ciencia no se mueve á las multitudes, aunque debe enseñarse á las multitudes á respetar la ciencia y amar sus beneficios: como se las mueve es con todo lo que llega á tocarles el corazón y servir de norma á sus costumbres. Y en este punto ninguna institución ha podido penetrar tan adentro en las raíces del ser humano, ni guiarle y conducirle como la Religión. De aquí la necesidad do que el historiador, sean cuales fueren sus puntos de vista particulares, no desdeñe el aspecto religioso de la historia de un pueblo, sino que por el contrario lo estudie con ahinco y con atención profunda. Acaso no haya ningún otro aspecto que le dé mejor la clave de lo que ese pueblo hizo ó dejó de hacer.
Con ese cuidado exquisito, con esa atención sostenida y constante, hemos procurado interrogar á las edades pretéritas y arrancarles los secretos que encierran, á fin de penerar en las entrañas mismas de la historia vasca, que se divide en dos grandes períodos, según caiga del lado allá de la Cruz ó del lado acá de la Cruz, como dijo Donoso Cortés con frase celebérrima, hecha ya de uso general y corriente. Si en los tiempos que caen al lado allá de la Cruz, pudo el euskaldun adolecer de independencia exagerada, de rudez selvática que se resistía á todo comercio con las demás gentes, en los tiempos que caen al lado acá de la Cruz, esas tendencias nativas se ennoblecieron hasta convertirse en el sentimiento de la propia dignidad, que no consiente impunemente ser ajada y vilipendiada y corrompida. Manteniendo siempre vivo el recuerdo de sus tradiciones y el amor acendrado al rincón del mundo en que tuvieron la dicha de nacer, los vascos regenerados por el Cristianismo jamás renegaron de la verdadera fraternidad universal que –permitidme que os lo diga como fruto de convicción arraigada y profunda,- es aquella que uno de los más grandes y generosos espíritus del siglo XIX, el inmortal poeta lombardo Alejandor Manzoni acertó á expresar en dos versos imperecederos:
Tutti fatti a sembianza d’un Solo,
Figli tutti d’un solo Riscatto. (34)
Sean cuales fueren su lengua y su raza, sus costumbres y sus tradiciones, sus aspiraciones y su historia, los pueblos que creen en un Padre común que los crió á su imagen y semejanza, y en una Sangre Divina que se vertió para redimir á todos de la esclavitud y de las tinieblas que obscurecen el entendimiento y aherrojan la voluntad, son hermanos. No son de Pablo, ni de Cefas, ni de Apolo: son de Cristo.
He dicho.
Carmelo de Echegaray