Autores: Rodríguez Ramos, José
Titulos: Yo sé lo que pasa en Ezquioga_ : notas de un reporter
Materias: Virgen María - Apariciones - Ezkio-Itsaso
Editores: ¢Imp. Martín y Mena!, ¢San Sebastián!, 19--?
Localizacion Sign.Topografica Situacion Devolucion
FONDO DE RESERVA C-138 F-31 No prestable
Yo sé lo que pasa en Ezquioga...
NOTAS DE UN REPORTER
Precio: 1 pta.
Dos palabras...
"La Virgen, el demonio y la carne" pensé yo titular este folleto. Alguien me aconsejó que no lo hiciera. Parecía irrespetuoso. En mi buena fe yo no lo había advertido y ya me había encariñado con él. Pero lo deseché al fin.
Pretendía yo expresar, en este título nonnato, las tres causas probables de las cosas que están ocurriendo en Ezquioga. No se puede negar, sin incurrir en reprobación canónica, la posibilidad de la intervención divina y aun de la diabólica en las cosas naturales. En cuanto a la carne, es tal vez ella, la pobre carne humana, maltrecha y llena de pupas patológicas, la que tiene en Ezquioga una intervención más importante. Y más triste.
La Virgen, el demonio y la carne.
Todo eso anda extrañamente revuelto por estas páginas.
Leedlas, si queréis. A lo mejor os interesan.
YO SÉ LO QUE PASA EN EZQUIOGA
¡AMA BIRGIÑA ESTA ALLI!
El caso de las misteriosas apariciones de Ezquioga tuvo el más bello principio: la sencillez, aromada de tomillo, de las leyendas hagiográficas, que repite el pueblo. Si allí hubiera quedado todo, habría ya una ermita de estilo vasco en el altozano de Ezquioga.
Pero se quiere a toda costa que el milagro sea espectacular. Ha llegado el turismo con las máquinas fotográficas... Unos 4.000 coches y de 30.000 a 40.000 personas se reunen muchas noches en aquel lugar.
Ahora tendremos que hacer una catedral y muchos garages...
Los dos niños volvían anochecido de buscar leche en el caserío próximo. Cuando ya estaban a pocos metros de su casa, se sentaron a descansar al borde del sendero. Y, sin saber por qué, los dos volvieron de repente la cabeza.
El pequeñín le dijo a su hermana:
-Ama Birgina está llí.
-Sí, yo también veo.
-Resaremos entonses.
Y se pusieron a rezar. Luego seguían viendo la aparición y corieron a contarlo en casa. Su padre los riñó mucho. Su madre la buena "baserritarra" les tocó la frente y los acostó en su camita rústica.
Pero, en cuanto los niños se levantaron al día siguiente, echaron a correr a casa del cura.
UN MOZO DE ATAUN
Todas las noches en el monte de Ezquioga el mismo espectáculo. Cinco, quince, treinta mil personas rezando el rosario en alta voz, en medio del silencio imponente de las cosas que no rezan.
Están todos de rodillas y en pie la fé, expectante, agitada, con los ojos fijos en aquellos árboles... El cielo, sobre ellos, se va cubriendo de estrellas y es ya como el manto de la Virgen. Andan por el aire las sombras indecisas, como presagios, que están deseando cuajarse.
Y de pronto:
-¡Amá! ¡Amá! ¿zer nai dezu? (¡Madre! ¡madre! ¿qué quieres?)
Es la voz recia de un hombre la que ha cortado las preces desde lo alto del monte. Corro hacia allá, en un milagro tajante, por entre la multitud agitada. Una cadena de hombres enlazados por la mano tiene rodeado ya al supuesto vidente, librándole de la aglomeración de curiosos que le estrujaría sin remedio.
Este hombre, que ahora ha caído en trance y que en seguida se hará famoso en el país vasco, es un muchachote como de unos 35 años, del pueblo guipuzcoano de Ataun. Está rígido, jadeante, transpuesto, con el cuerpo echado haci aatrás,como un saco en tensión, caído en los brazos de los dos compañeros que le sostienen.
-Miradla, miradla. ¡Rezad!
Señala con la mano hacia la altura media de un árbol próximo y todas las miradas se diirgen hacia allá. Pero nadie ve nada.
¿Nadie? Sí, sí; allá entre la multitud se ha oído ahora otro grito estremecido y otro y otro más, de hombres, de mujeres, de niños...
Entretanto, el joven de Ataun, sacudido por fuertes espasmos, con los ojos desmesuradamente abiertos, inspira devoción a unos y horror a otros. A pesar de su estado semi-captaléptico, contesta a todas las pregunas que le hacen.
¿Edera? (¿Es hermosa’)-le dice uno.
-Bai, bai-asiente.
-¿Qué quiere?
-Que rezeis, que rezeis.
-Preguntale porqué se aparece.
-Dice que el último día me lo dirá. Tiene una espada en la mano y la está blandiendo hacia los cuatro puntos cardinales.
El calor se hace sofocante en torno al visionario. Este muchacho se va a ahogar. A pesar de sus protestas, se le retira de allí y se le conduce a una casa próxima, donde está instalado un botiquín.
El médico le asiste y dicta a su ayudante:
-Catatonía.
-Y eso ¿qué es doctor?
-Un estado, que se diferencia de la catalepsia, en que el conocimiento no se pierde totalmente.
-¿Qué opina usted de estos casos?
-Yo no hago más que consignar los fenómenos. Son extraordinarios muchos de ellos y no acierto a determinar la causa suficiente que pueda producirlos. Este mismo muchacho nos dió el otro día un susto tremendo. Tardó cerca de una hora en reaccionar. La pulsación era fantástica: estallaba. Ya le iba a hacer una sangría.
El de Ataun ha vuelto, poco a poco, a su estado normal. Se le ve rendido, exhausto. Y se extraña de que nadie más que él haya visto la aparición. Dice con insistencia:
-¿Pero si era más resplandeciente que el sol! ¡Si había allí más claridad que al mediodía!
SE ME HA PERDIDO EL FOTOGRAFO
Esta primera tarde que yo estuve en Ezquioga fuí en unión de un compañero fotógrafo. La concurrencia era grande. En el momento de empezar los gritos de los videntes los dos corrimos hacia la información y la multitud nos separó.
Yo le buscaba luego por el campo, para completar mis notas con sus fotografías. Le llamo a voces inutilmente. Pregunto por él a todo el mundo. Una señora me dice:
-A un fotógrafo le han llevado también accidentado.
Corro a la casa donde está instalado el botiquín y efectivamente, en una de las habitaciones encuentro al compañero fotógrafo, a quien ya han hecho reaccionar, al cabo de media hora de estar sin conocimiento. Es él, pero tiene el rostro desencajado y me mira con los ojos atónitos de quien acabara de llear del otro mundo.
¡El pobre Valbuena!-le digo siguiendo las bromas, que nos hemos traído toda la tarde.
Pero él ya no las acepta.
-Vámonos-me dice cogiéndome del brazo.
Tiene prisa por librarse de la curiosidad de las gentes. Salimos y me va contando lo que le ha ocurrido.
Este compañero fotógrafo, que se llama Aurelio Cabezón, es empleado de la casa Photo Carte, de San Sebastián y fué de muy mala gana a Ezquioga. Se comprende. Tiene 18 años y una novia que le estaría esperando inútilmente a la hora del paseo.
Subiendo monte arriba, entabló conversación con unas muchachas y se puso a darles bromas apropósito de las visiones.
-¿Pero creen ustedes, les decía, que la Virgen se va a venir a posar sobre los árboles?
Para decirlo miró a un árbol... Y vió encima de él unas luces: cuatro o cinco luces, como de bombillas eléctricas, dice él. Y les preguntó a las muchachas, un poco extrañado:
-¿Ven ustedes allí unas luces?
-¿Dónde?
-Encima de aquél árbol.
Ellas creyeron que trataba de embromarlas y se rieron. Empezó él a desesperarse y a tener miedo, porque no le hacían caso:
-¡Que les juro a ustedes que yo las veo! Pero ¿es verdad que no las ven ustedes? Yo les aseguro que las hay.
Se reían ellas cada vez más y él se restregó lo ojos, apartando la vista para que desapareciera la alucinación. Y volvió a mirar el árbol, no podía dejar de mirar.
Ahora ya no veía las luces, pero allí había una figura de mujer, la Virgen del manto negro, la misma de todos los relatos escuchados durante la tarde.
Levantó los brazos hacia lo que veía y quiso gritar... No pudo ya. En aquella actitud estuvo más de un minuto. Las muchachas le veían y pensando, sin duda, que la broma no tenía gracia se marcharon riendo.
Hubo un momento en que la figura se movía y corrió por el aire hacia él. Entonces la impresión fué tan fuerte, que el muchacho ya no pudo resistirla y cayó sin sentido. Tuvo la buena suerte de que le recogiera un médico, que estaba próximo. Dijo el doctor que tenía el pulso agitadísimo y que estaba llorando.
En el camino, de regreso a San Sebastián, yo noté que el fotógrafo venía ensimismado y procuraba distraerle con bromas. El temía, sobre todo, las que le iban a dar sus compañeros.
-Yo no sé qué es esto, que me ha ocurrido –decía-; pero sueño no fué. Yo estaba despierto. Además, los sueños se deshechan pronto. Esto no puedo deshecharlo.
Al día siguiente hubo una verdadera peregrinación en el taller en que trabaja Aurelio Cabezón, para contemplar de cerca al fotógrafo que había visto a la Virgen. Yo estuve también para saber cómo habí dormido.
-Mal, mal-medijo-no he pegado los ojos en toda la noche.
Es posible que Aurelio, en sus diez y ocho años, vacíos de preocupaciones serias, no haya pisado una iglesia dos veces. Sus compañeros, que lo saben, no acababan de dar crédito a lo que contaba y les extrañaba, sobre todo, que lo refiriera con tanta seriedad. Se reían.
-¡Qué gran éxtio –comentaban- si le hubiera hecho una fotografía!
Yo no me reía. No se qué será lo que en realidad ha visto Aurelio, pero de que no miente, bien seguro estoy. Yo le ví en Ezquioga tembloroso, lívido, con unas ojeras hasta las patillas...
DOS GRANDES MILAGROS EN EZQUIOGA
Una fé un poco candorosa anuncia con frecuencia hechos extraordinarios, a fecha fija, en el monte de Ezquioga. Un día, sobre todo, a mediados del mes de julio, la concurrencia, atraída por uno de estos rumores, que no se sabe de dónde salen, superó a todo lo que es normal en los espectáculos más concurridos. Se llegó a dar el número de 100.000 personas.
El gran milagro de aquel día fué que el monte de Ezquioga desapareció por completo de la vista.
Desapareció bajo los millares de personas, que allí empezaron a hacinarse desde la primera hora de la tarde hasta las ocho de la noche, resistiendo un sol canicular.
Este milagro lo hizo la fé. El que puede ser que hiciera la Virgen fué el de que, entre aquella enorme multitud, en un terreno accidentado y entrada ya la noche a la hora de los rezos, no ourriera ninguna descraia.
Los casos de visiones, aquel día, fueron incontables. Sin embargo, la multitud bajó del monte decepcionada. Aquel día más que ningún otro.
Y era que en aquella masa humana no cabían los movimienos individuales. Nadie podía moverse ni ver lo que ocurría tres metros más allá del sitio en que se hallaba. El que no tuvo la fortuna de que cayera a su lado alguno de los videntes no vió nada aquel día.
Se oía en cualquier parte del monte el grito de un visionario, que entraba en éxtasis y pasaba sobre las cabezas una oleada de curiosidad. Pero solo las cabezas oscilaban. Los cuerpos no tenían movimiento propio. Flujos y reflujos impotentes en un mar estancado.
Luego, a la bajada, el mar fué torrente. Y cuando cada uno recobró su individualidad, se oía decir a muchas personas:
-A mí no me cogen otra vez por aquí.
-Esto es un engaño.
-¡Valiente estupidez!
Parecía que salían de un espectáculo que no había resultado de su gusto y que iban a pedir que se les devolviera el importe de la entrada.
JESUS Y LAS VIRGENES LOCAS
Fué aquel día, sin embargo –ya creo que lo he dicho- cuando se vieron más casos de visiones. Estuvieron en proporción natural con la cantidad de perssonas que se reunieron en Ezquioga.
Yo procuré no quedar inmovilizado entre la multitud y bajé, desde los primeros momentos al botiquín, por donde habían de desfilar todos los accidentados.
Allí los iba recibiendo el médico de Zumárraga don Sabel Aranzadi, que ayudado por el Practicante, señor Jinto, los asistía y oía sus declaracione con un celo profesional y con una paciencia admirable.
Indudablemente, aquella noche desfilaron por allí muchas taras patológicas, mucho histerismo...; cuadros fuertes para plumas más despiadadas y con menos prisa que la mía.
Y sin embargo, enre tanta predisposición morbosa, entre tanta miseria humana, aquel chófer... Fué el caso maravilloso del día. Entró en el botiquín con otros dos compañeros. Se quitó su gorra de uniforme y, sin decir al principio una palabra, miraba con nerviosidad a todos los presentes. PaPrecía como si buscara a algún clliente retrasado. Pero no, no era eso. Lo explicó enseguida.
Era un chófer de punto-Jesús Rodríguez, 25 años, vecino de San Sebastián, calle Matía 14- que tenía el suyo en la Avenidad de la Libertad. Todas las tardes traía clientes a Ezquioga. Por esa parte estaba encantado. Que siguiera la racha.
Pero él jamás salía al campo. Le parecía una estupidez. La comentaba entre risas con sus compañeros en una taberna próxima hasta que llegaba la hora del regreso.
Pero aquel día ¡había tanta gente! Los compañeros le animaron a dar una vuelta por el campo. Seguramente por entre los manzanos habría perdidas muchas vírgenes locas...
PEOR QUE SANTO TOMAS
Andaban los choferes por entre las frondas desentendidos del murmullo de los rezos, pero propicios a prestar consuelo y brazos fuertes a cualquier señorita que se desmayara. Y, de pronto, Jesús empezó a decir unas cosas incoherentes:
-Pero ¿quién ha puesto ahí esa Virgen? No, no; a mí que no me vengan con trucos ¡Eso no es verdad! ¡Eso no es verdad!
Sus compañeros se alarmaron. Aquel muchacho estaba loco.
-¿Qué es lo que dices, hombre?
-Nada, nada.
Volvía la cabeza y se apretaba los ojos con la mano. Pero enseguida, los abría, volvía a mirar y empezaba de nuevo:
-Es la Dolorosa. Anda por encima de la gente. Pero eso no puede ser, ¡no puede ser! Yo no sé qué es eso. Vámonos de aquí. De mí no se ríe nadie.
A Jesús Rodríguez, más reacio a la fé que Santo Tomás, no le bastaba ver para creer. Estaba viendo a la Virgen y protestaba de la aparición.
Pero cuando decía a sus compañeros "vámonos de aquí", él no se movía. No podía moverse. Lo notó con verdadero miedo. Notó al mismo tiempo que se iba a desplomar hacia atrás y hacía terribles esfuerzos para no caerse. Ya no podía más, ya se caía...
Y para verguenza suya fueron unas muchachas las que le sostuvieron. Unas muchachas que se acecaron al oirle hablar de aquella manera.
¡SE ME ROMPEN LOS NERVIOS!
Los compañeros de Jesús, un poco asustados, le llevaron al botiquín. Cuando entró estabaya bastante repuesto.
Pero seguía protestando:
-¿Por qué me ha pasado a mí esto? ¿Es que estoy yo loco? Yo quisiera que alguien me lo explicase.
Nadie se lo explicaba, naturalmente. Por el contrario, todo el mundo le acosaba a preguntas. Tuvo que hacer mil veces el mismo relato a los médicos, a los curiosos, a los otro videntes. Estos, descompuestos, gritando entre lágrima y risas nerviosas en las que se veía el dolor y el placer obscuramente mezclados, se comunicaban entre sí pelos y señales de sus apariciones.
Entre todos le transmitían a uno aquella desazón agitadora, que a ellos les traía exaltados. Había que ser un hombre muy normal para no empezar a creer de plano o para no volverse lcoo.
Una señorita, tendida sobre la cama, se rasgaba sin miramientos la blusa de seda, como si un dolor irresitible o una dicha muy grande la estuviera ahogando. La melena negrísima se la descomponía en sacudidas magníficas y tenía el rostro mate, de facciones finas, encendido por una angustia, que la hacía gritar de placer:
-¡Era una luz divina! No era más que una luz. ¡Pero salía de sus manos! Y la he visto yo ¡la he visto yo! Dígalo usted, en el periódico. ¡Dígaselo a todo el mundo, señor! ¡¡Qué luz, qué luz aquella!!
Y al tiempo que la señorita gritaba un niño aterrorizado, perseguido aun por su visión, tiraba del brazo de su madre y metía la cabeza debajo de las ropas de la misma cama:
-No te vayas madre. ¡¡otra vez están ahí las sombras, las sombras de la Virgen!!
Los curiosos, los familiares de los accidentados forcejeaban por irrumpir en la habitación. Los médicos tapaban y destapaban frascos de sales...
Tantas emanaciones, tantas palabras locas o inefables, tanto retorcimiento, tanto llanto, tanta miseria, tanta dicha no cabían ya en una habitación tan pequeña. Todos los nervios que allí iban a romperse de un momento a otro.
Hablaba todo el mundo ¿Contaban prodigios o insensateces?
Yo no sé; pero sentí que también me ahogaba en medio de aquel cuadro.
Me retiré al balcón para respirar un poco.
¡¡AUNQUE ME PONGAN UN HACHA AL CUELLO!!
El más sereno de todos los visionarios era el chófer y los médicos le observaban con preferencia. Parecía una persona equilibrada. También él sintió la necesidad de salir al balcón y allí continuó hablándome preocupado.
No acababa de explicarse que a él pudiera aparecérsele la Virgen.
-Y sin embargo yo la he visto, decía. No quería verla, pero la veía claramente. No era una imágen de la iglesia, tenía vida, se movía, era de carne como nosotros.
Luego el chófer se acercó a mí y me dijo, bajando la voz para no escandalizar a unos curas que por allí andaban
-Yo estoy bautizado, eso sí; pero creo que desde entonces no he vuelto a pisar una iglesia. Sé lo que es una Dolorosa, porque la he visto pasar en las procesiones. Pero ¿porqué la he visto yo?
-¿Iba usted pensando o temiendo que la iba a ver?
-Ni por un momento se me había ocurrido pensar en tal cosa. Yo me estab riendo de todo aquello.
-¿No habría bebido algo de más en la taberna?
-No soy bebedor ni recuerdo haber estado nunca borracho. Solo había bebido un vaso de vino con la merienda.
-Estaría empachado usted, y se alucinó entre las sombras.
-No sé lo que es una mala digestión.
-Pues deje usted de pensar ya en lo que ha ocurrido porque nos vamos a volver todos locos.
-Es que yo no puedo. Lo que yo quisiera que me dijeran de verdad, es si hay algún truco, como dice la gente.
-¿Y qué truco puede haber? Si lo hubiera, yo vería a la Virgen lo mismo que usted.
-Pues si no le hay, ¡qunque me pongan un hacha al cuello yo no puedo negar que he visto a la Virgen!
Llegó la hora del regreso y el chófer tuvo que volverse a su coche. No sé si sus clientes sabrían lo que había pasado. Si lo supieron, es posible que no fueran muy tranquilos con él aquella noche.
Pero nada les ocurrió, porque al día siguiente Jesús estaba en su puesto de la Avenida. La circulación se paralizó varias veces aquella mañana alrededor de su coche. Tuvieron que intervenir los guardias municipales. Un periódico de la mañana publicaba detalladamente la información de lo que había ocurrido y todo el mundo quería hablar con el chófer que había visto a la Virgen.
YO NO HE VISTO A LA VIRGEN
Los que van a Ezquioga, van unos con el deseo y otros con el temor de ver a la Virgen. Pero nadie puede ir seguro de que no la verá. Los casos se multiplican extraordinariamente cada día.
En mis frecuentes viajes informativos a Ezquioga, yo no he visto a la Virgen. Me he hallado siempre al lado de los que la estaban viendo. Me la describían con todo detalle. Y yo no veía nada, no oía nada. Tengo que ser un réprobo o un hombre muy equilibrado.
En un segundo viaje que hice con el fotógrafo Aurelio Cabezón, él empezó a verla desde que entramos en el campo. Yo, notando que se iba a caer, le sostenía disimuladamente, para que no se dieran cuenta los que rezaban y él me señalaba exactamente el punto en que la veía.
-Allí, allí: debajo de aquellas dos ramas que forman un arco. Ahora viene hacia acá; ahora nos bendice; ahora cruza los brazos; ahora se va.
-Yo no veía nada. Pero un día...
Aquel día no iba conmigo el fotógrafo Aurelio. Su patrón no quería ya mandarle a Ezquioga, porque, en cuanto entraba en el campo, era hombre perdido para hacer fotografías.
Fué conmigo su compañero Alonso, de la misma Casa Photo-Carte.
Era en pleno verano, uno de los días en que también estaba anunciado un prodigio extraordinario en el monte de Ezquioga.
Hacía ya tiempo que se había puesto el sol cuando empezaron los rezos. La última claridad de un crepúsculo lechoso luchaba con las sombras, que salían de los robledales. Los videntes, que ya habían caído en trance, pedían a la Virgen, a grandes voces, que se dejara ver de todos.
De un momento a otro iba a verse, en el aire un rompimiento celestial, en el que la Virgen aparecería bendiciendo...
-¿Por qué no? Además de los videntes se lo estaba pidiendo la fé anhelante de aquéllos millares de devotos, que la invocaba con los brazos en cruz. Entre el murmullo de las plegarias se percibía el aleteo del misterio.
Yo observaba entre las sombras que muchas cabezas se volvían con inquietud hacia el cielo.
De pronto, allí cerca, alguien dijo:
-¡Aquélla nube!...
-Yo la miré también. Era un nubecilla solitaria, que andaba cambiando de forma inquietadoramente. Desde más allá del horizonte el sol la contorneaba con unas lcues rosicleradas. Ví que también Alonso la estaba mirando. Le sacudí por un brazo, suplicándole.
-¡No mires más que nos perdemos!
-Tal vez desperdicié aquél día la mejor ocasión.
ASUERO EN EZQUIOGA
En los primeros días de los fenómenos de Ezquioga, los visionarios se debatían en terribles espasmos. Luego quedaban exhaustos, maltrechos. A varios se les aconsejó que no volvieran. Pero la mayor parte estaban allí siempre que podían.
Viéndolos repetidamente en el botiquín, yo solía preguntarles:
-Porqué vuelve usted, si pasa tan malos ratos?
Muchos no sabían qué contestarme. Otros protestaban:
-No, si yo no paso mal rato. Volveré siempre que pueda. Claro está que volveré.
Y volvía efectivamente. Pero también era indudable que todos pasaban un rato malo. Se quejaban de fuertes dolores de cabeza, se oprimían las sienes con las manos, los ojos se les saltaban de la órbitas.
Es bien seguro, que por Ezquioga ha pasado mucho histerismo, aunque no sea fácil, por los signos exteriores, distinguir a un histérico de un místico.
Vuelve uno a pensar en el histerismo leyendo las declaraciones de los supuestos videntes. Yo tengo en mi cuaderno muchas notas tomadas a ellos mismos y cuando las releo, me parecen cosas de locos.
No solo ven a la Dolorosa, ven también a la Inmaculada, y a la Milagrosa, y a Santa Teresa, y a San Miguel, capitaneando legiones de Arcángeles; una veces estas figuras van llorando y otras estan alegres. Unas veces la Virgen tiene en la mano una estrella roja, otra veces una flor, otras un cáliz...
"Aparece Jesucirsto con una cruz en la mano –dice en la declaración que hizo el 8 de Septiembre Francisco Goicoechea, el visionario de Ataun, que ha adquirido la mayor popularidad en Ezquioga- Un ángel entreaga a Jesucristo el cáliz. Luego baja una paloma derramando por el pico un líquido en el cáliz. Otro ángel entrega a Jesucristo un pañuelo; éste lo empapa en el líquido del cáliz. Jesús arroja el pañuelo y se convierte en cuatro espadas...
Etc, etc...
Y así todas. Es mejor no copiarlas.
Parece que este muchacho de Ataun que sale a éxtasis por día, calla mucho más de lo que dice. Lo que dice es con frecuencia bien incoherente. Y lo que dicen los demás, viene a ser por el estilo.
Sin embargo hay datos muy extraños, que veremos enseguida.
Histerismo ha podido haber en Ezquioga. Lo que seguramente no ha habido es sugestión. Yo conozco a muchas personas devotas, que van de continuo a Ezquioga y darían cualquier cosa por ver una aparición. No han visto nada y eso que no pueden ir mejor dispuestas para sugestionarse.
Recuerdo también que Asuero fracasó en Ezquioga como sugestionador. Fué de los primeros médidos que acudieron a ver de cerca el caso de Ezquioga. Cogió un día a la niña Antonia Bercierto, que con su hermano Andrés fué la primera vidente y le dió una verdadera paliza de sus voces características:
-"Tú no has visto a al Virgen. Aquello fué un sueño que ya pasó. No le volverás a tener más; ya lo oyes. Lo niños no deben ser embusteros. Si vuelves a contarnos que has visto a la Virgen, te daremos unos azotes."
Luego la soltó. ¡Ya estaba! Como en sus buenos tiempos.
-Esta, dijo, no vuelve a ver a la Virgen ni cuando vaya al cielo.
Efectivamente. La niña saló corriendo al campo y a los pocos momentos, en pleno día, -hasta entonces lo de la aparición siempre había sido de noche –entró gritando que veía a la Virgen mejor que nunca.
Parece que Asuero no volvió más por Ezquioga. Hizo mal. No debió importarle fracasar muchas veces como sugestionador. Al contrario. El siempre ha dicho que cuando tocaba el trigémino no curaba por sugestión.
EL DE ATAUN SE ELEVA
Hace algún tiempo volví a ver en Ezquioga al joven de Ataun, Francisco Goicoechea.
La muchedumbre bajaba ya del monte, donde se habían repetido una vez más los misteriosos fenómenos de todo los días: ocho, diez niños y jóvenes de ambos sexos extasiados ante su visión dirigiéndole súplicas y rezos. Bajábamos ya y allí en la ladera la muchedumbre se detuvo otra vez y formó corro para ver al muchacho de Ataun.
El era el que estaba allí tendido, inerte, rodeado de la cohorte de sus amigos. Su aspecto en el momento del trance no era el mismo de los primeros días.
Otras veces le había visto jadeante, debatiéndose en terribles convulsiones sin dejar por eso de contestar a las preguntas de los que le rodeaban. Ahora estaba tendido en el suelo, rígido, sin el menor movimiento. Sus amigos le habían tapado con una manta. La cabeza apoyada sobre las rodillas de uno de ellos, era la de un Cristo en la agonía. Tenía la boca entreabierta y solo de vez en cuando se le notaba una ligera contracción de las fauces resecas. Lo ojos, desmesuradamente abiertos, tenían las órbitas vueltas hacia arriba. Durante un cuarto de hora le estuve mirando y no pestañeó ni una sola vez.
-Horas enteras se está así, me dijeron los que le acompañaban.
Un fotógrafo, a pesar de la obscuridad, quiso hacerle una foto y le enfocaron a la cara cuatro linternas eléctricas. Ni aún así movió lo párpados el de Ataun, ni dió señales de enterarse de nada.
Y sin embargo, no eran los suyos ojos de muerto. Tenían la mirada fija en alguna parte: en una lejanía confusa, que para los demás se perdía en la obscuridad. Una expresión de asombro anhelante los hacía aparecer vivos y extasiados. Solo una vez ví que las órbitas giraban como siguiendo una visión que se les escapaba; pero ni aún entonces noté en los ojos el más pequeño parpadeo.
Está completamente insensible-me dijeron sus amigos. Los médicos lo han comprobado de diferentes maneras. Nosotros le acompañamos para cuidar de él, porque con el pretexto de estudiarle, se acercan muchos señores, que dicen que son médicos y le hacen, a lo mejor, verdaderas diabluras. Le han llenado el cuerpo de pinchazos; hasta debajo de las uñas le han hecho punciones. Y aunque por el momento no las nota, al día siguiente le molestan, naturalmente.
-¿Es cierto que un día quedó elevado unos centímetros sobre el suelo?
-Sobre el suelo, no; sobre los hombros de los que le llevábamos. Como se queda rígido, según ve usted, entre tres o cuatro amigos le bajamos muy bien a hombros hasta la fonda. Además de que él es un muchacho de mucho peso, se hace más pesado porque está como sin vida. Pues bien, cuando le bajábamos aquel día, todos al mismo tiempo notamos que ya no pesaba; que ya no le teníamos sobre los hombros. No era que se apoyara más en uno que en los otros, porque estaba rígido como una tabla. Además todos le veíamos elevado, todos notábamos la sensación de falta de peso.
-¿Y no lo han vuelto a notar más? ¿No sería efecto de algún desnivel del terreno por donde bajaban?
-Todos los días le bajamos por el mismo camino y nunca nates ni después hemos notado lo que entonces notamos. En los desniveles, que hay muchos, cuando uno se descarga el peso los otros le sienten mayor. Aquel daí todos al mismo tiempo tuvimos la impresión de que no llevábamos nada sobre los hombros. Y la impresión duró más de un minuto.
-¿Le dijeron ustedes a Goicoechea lo que le había pasado?
-Se lo dijimos luego, cuando volvió en sí, para ver si nos daba alguna explicación. Pero él no había notado nada.
FRANCISCO TIENE UN SECRETO
Este verano pasé de ecusión por delante del caserío de Francisco Goicoechea. Alguien que conocía la casa la mostró y nos apeamos del coche.
-¡Eup, Patxiku!
El mozallón visionario, que acababa de llegar de las faenas campestres, apareció en la puerta con traje de trabajo, curtida la cara por el sol de Agosto.
Me reconoció enseguida porque más de una vez nos hemos visto en Ezquioga.
-Parece que tiene usted buena salud, le digo para empezar la conversación.
-Mala nunca no he tenido tampoco; ¿También usted cree eso que disen de nervios o qué? Sí, sí; trabajando desde amanecer, mucho tiempo no hay para esas enfermedades de señoritas.
-Yo no le he querido decir que esté usted enfermo, hombre.
-Claro, no lo dise nadie; pero todos te vienen con las mismas preguntas: ¡que si el padre ha tenido enfermedades? ¿que si a mí me gusa alcohol?... Demasiado preguntan ya me parese a mí. Y algunas otras preguntas más sin verguenza te hacen. Uno me preguntó otro día que si antes de esto, me andaba yo torsido por ahí.
-Torsido también ahora me ando- le dije yo. Sentao estoy, ¡no ves?
Derecho, no
El de Ataun es un mozo despierto y vivo para las réplicas; pero en cuanto se le hace una pregunta a fondo, se encierra en un mutismo absoluto y es muy difícil arrancarle una palabra más de las que quiere decir.
-No puedo desir más; ni a usted ni a nadie –dice con firmeza. Y de ahí no hay quien le arranque.
De todos los coches que pasan por la carretera asoma la cabeza de alguien que ha reconocido al mozo de Ataun. Para charlar más libremente con él, le invitamos a que suba en nuestro coche y se llegue con nosotros hasta el pueblo a tomar un poco de cerveza. Tenemos que insistir mucho para que acceda. Su padre, un viejecillo que sale llevando del ramal a una novilla asustadiza, acaba de decidirle.
-Vete, hombre vete, le dice en vascuence; pero ponte otro traje.
Goicoechea, con su traje dominguero y sus alpargatas blancas de mendigoizale, no parece ciertamente el hombre que vé a la Virgen, sino el mozallón enamoradizo que va a buscar a su novia para bailar un "ariñ-ariñ" en la plaza del pueblo.
Y sin embargo...
En cuanto hemos entrado en el comedor de la fonda aparece no sé por dónde otro joven que saluda y cambia unas palabras en vascuence con Goicoechea. Enseguida, vemos que saca del bolso unos papeles escritos a máquina y se los entrega al de Ataun. Son cartas acabadas de redactar, Goicoechea las lée y las va firmando rápido y seguro, como un hombre de negocios, como un jefe de administración. Se ve que ha firmado muchas esta temporada.
Se lo pregunto, y su secretario nos contesta por él.
-Recibe muchísimas todos los días; pero nos es imposible contestar a todas. A tres o cuatro contestamos diariamente. La mayor parte vienen haciendo preguntas curiosas; otras son para suplicar a Goicoechea que ruege a la Virgen por tal o por cual persona, o por tal o cual necesidad.
-¿Y usted está seguro –le digo a Goicoechea- de que las visioenes que tiene son de origen divino?
-Indudablemente, y aunque me mataran no podría decir otra cosa. Muchos dicen que estoy loco, que tengo alucinaciones... ¡Si ellos supieran!
Y el muchcachote, que hasta ahora parecía un mendigoizale de buen humor, se ha transformado de pronto, quedando ensimismado. Parece como si hubiera dejado cortada una frase, que ya se le escapaba.
-¿Si supieran qué...?
-Nada, nada; ya llegará la hora en que se sepa todo y a nadie le quede duda.
-Usted ha dicho alguna vez que en Ezquioga se obrará un gran milagro.
-Y sigo diciéndolo; pero no sé cuando será; cuando llegue el momento oportuno, cuando estén un día presentes en el campo ciertas personas.
El secretario de Goicoechea interrumpe:
-El orto día estuvo en Ezquioga un ayudante del doctor Marañón; estuvo examinándole a éste y parece que marchó impresionado.
-A ese doctor Marañón ya quisiera yo verle en Ezquioga-dice Goicoechea. ¡Está en San Sebastián este verano?
-De continuo me parece que no, pero pasa algunos días.
-No, no le vaya a decir nada, me replica rápidamente. Que venga él si quiere.
La conversación se desvía por otros derroteros, pero yo procuro traerla nuevamente al mismo tema.
-Las declaraciones que usted hace en Ezquioga –le digo- no dicen nada de ese hecho milagroso.
-Allí yo no puedo decir todo lo que sé. Pero anoto día por día lo que me sucede y lo tengo escrito y recogido en sobres lacrados. Cuando llegue la hora, se verá como ha sucedido exactamente todo lo que yo tengo escrito.
-Y ¡cuándo se sabrá eso? ¿Dentro de un año, por ejemplo?
-No, no tnato.
-¿Medio?
-Antes, antes. Acaso no llegue a meses.
Esto me lo decía Goicoechea en los últimos días del mes de agosto.
Yo insistí:
-¿Ahora no se puede saber absolutamente nada?
-No, nada todavía.
Aunque contestó tan categóricamente, le ví quedarse pensativo, y me pareció que luchaban en él el propósito de callarse y el de quedar bien conmigo, ya que había ido a visitarle. Los dejé que lucharan, por si algo salía yo ganando.
De pronto, él dijo decididamente, saliendo de su ensimismamiento:
-"Algunos carbonizados también caerán".
-¿Dónde?
-En Ezquioga.
Aquello me pareció un milagro un poco excesivo, la verdad.
Bebí un trago de agua y hablamos muy poco más.
De todos modos, el plazo está para cumplirse.
EL DIABLO ES LA MONA DE DIOS
Creo que fué San Agustín el que lo dijo. Es posible que esto nos lo puedan aclarar en Ormaiztegui.
Sigan ustedes leyendo.
La gente continúa yendo en gran cantidad a Ezquioga, parte por curiosidad y parte por devoción. Pero no saben que antes de llegar allí, en Ormaiztegui, se habla de cosas mucho más extrañas.
Hace unos días estuve yo en Ormaiztegui y tuve ocasión de leer una narración de hechos escrita por don Juan Cruz de Irizar. El señor Irizar es un competentísimo fabricante de muebles de estilo y restaurador de antiguedades, persona cabal y respetabilísima, a cuya palabra yo también concedo un crédito absoluto. Si ella no bastara, muchas personas en Ormaiztegui han sido testigos de los hechos que él narra. La narración, demasiado prolija para un folleto, está escrita en un sabroso estilo popular.
Procuraré ir recordando los datos más interesantes de ella.
El Sr. Irizar la escribió sin prejuzgar los hechos, con el solo fin de no olvidarlos y satisfacer con su lectura la curiosidad de muchas personas, que deseaban conocerlos. Es lo mismo que pretendo hacer yo.
DOS NIÑAS, UNA MONA Y UNA BRUJA
El día 31 de agosto pasado, a las once de la mañana, estando el señor Irizar trabajando en sus talleres, llegó su hija Matilde, diciéndole que había visto una mona a la orilla del riachuelo, que pasa cerca de la fábrica. La habían visto ella y su amiguita María Luisa Azurmendi.,
Creyendo el señor Irizar que podría ser una mona escapada de un carro de titiriteros, que por allí habían pasado aquellos días, salió armado de una estaca para ahuyentar al animal que podía hacer daño a las niñas mientras jugaban.
Al llegar al río, las niñas empezaron a gitar:
-Mírala, mírala; allí está la mona.
El Sr. Irizar no la veía, aunque las niñas coincidían señalándole el mismo punto, como a unos treinta metros río abajo.
Acabó enfadándose con ellas.
-Aquí no hay más monas que vosotras, les dijo. Y ya se marchaba.
Entonces las chiquillas se pusieron a recordar que dos días antes, en aquel mismo sitio, habían visto una vieja feísima, a las que ellas llamaban bruja. Le tiraron piedras y la vieja las había amenazado. En sus casa lo contaron aquel día, pero nadie les hizo caso.
Ahora, al recordarlo nuevamente vieron que la mona había desaparecido; pero allí estaba la vieja del otro día.
El señor Irizar, que oye lo que dicen las niñas, empieza a preocuparse un poco. Se extraña, sobre todo, de que se dirijan a la que ellas llaman bruja hablándole en vascuence, y aque ambas tienen más facilidad para expresarse en castellano.
Les pregunta el motivo y ellas contestan que la bruja dice que no sabe el castellano. En realidad las niñas la han descrito como una típica bruja de leyenda vasca: "chambra roja, falda negra con mucho vuelo pañuelo blanco anudado a la cabeza, cabellos desaliñados y sucios".
El señor Irizar, tomanod todavía el caso un poco a risa dice a las chiquillas que acaso la bruja sepa el castellano mejor que ellas y les indica algunas preguntas para que se las hagan en esa lengua.
Preguntan las niñas y la vieja contesta en un castellano que parece traducido del vascuence:
-¿A qué has venido aquí?
-A matar a vosotras.
-¿De dónde vienes?
-De San Sebastián.
-¿Qué hacías allí?
-A la orilla del mar me estaba.
Las niñas, al mismo tiempo, comentaban:
-¡Qué uñas tiene! ¡qué largas! ¡qué sucias!
EL DIABLO EN LA ERMITA
De la narración del señor Irizar sigo recordando datos particularmente curiosos.
Ahora la vieja va sacando, no sé de dónde imágenes de santos, se afana en machacarlos entre dos piedras, aunque no siempre lo consigue del todo y los va tirando al río.
Las niñas dicen que la ven sentada sobre el agua. Encima de las rodillas tienen la piedra sobre la que machaca las imágenes.
Como la vieja asegura que las roba en las iglesias, las chiquillas le dicen por indicación del señor Irizar, que para qué va allí a robarlaas. En su almacén hay muchas que están en restauración.
Oyendo esto la vieja, emprende una carrera hacia el almacén. Las niñas apenas pueden seguirla.
-¡Cómo corre! –van diciendo-. Es coja y no podemos alcanzarla.
Y luego, el señor Irizar, que se ha quedado rezagado, oye gritar a las niñas dentro del almacén:
-¡Deja ese Niño Jesús, bruja, que es mío!
-¡Deja esa Dolorosa, que es del Duque del Infantado!
Esta escena, provocada por el señor Irizar, para ver si nota algo en las imágenes de su almacén, se repite por dos veces. Pero ninguna imágen se ha movido de su sitio.
El señor Irizar oye decir a las niñas:
-Se desespera, porque no puede con ellas. Dice que tendrá que dejarlas.
Este detalle le hace pensar al señor Irizar que se tratará de una alucinación de las pequeñas; pero observa enseguida otros, que le dejan nuevamente preocupado.
La vieja, ahora, ofrece dinero a las niñas, atrayéndolas hacia una parte del río, que tiene gran profundidad.
-¡Cuánto dinero tienes! –dice Matilde.
-¿Dónde lo has robado, bruja? –le pregunta María Luisa.
-En Kiskitza.
El señor Irizar, sin dejar a las niñas llama a un hijo suyo mayorcito y le dice que pregunte por teléfono, sobre este dato, al cura de Itxaso, a cuya parroquia pertenece la ermita de Kiskitza.
La contestación es terminante. Aquella noche han robado el dinero de los cepillos, que por cierto son de hierro en la ermita de Kiskitza.
Todavía hay otro dato más interesante.
La vieja coge ahora el busto de un Nazareno y quiere machacarlo entre las dos piedras. No lo puede conseguir y le tira al río desesperada.
Las niñas preguntan:
-¿Dónde has robado esa imágen?
-En el cementerio de Cegama.
Recogió el dato el señor Irizar y, al día siguiente, procuró ponerse al habla con el guarda del cementerio de Cegama. Le pregunta si hay una imágen del Nazareno en el cementerio de su pueblo y oye con verdadera estupefacción la siguiente respuesta:
-Si la hay. Por cierto que nos ha ocurrido con ella una cosa extraña.
-¿Que os ha ocurrido?
-Durante cinco días no hemos sabido dónde estaba ni quién se la había llevado. Al cabo de ese tiempo ha vuelto a aparecer en su sitio, sin que sepamos tampoco uqién ha podido traerla.
A todo esto el señor Irizar empieza a pensar que la vieja que ven las niñas, puede ser una encarnación diábolica, saca un cruciijo y las niñas conjuran a la visión a que, en nombre de Cristo, desaparezca de allí.
Contesta la vijea:
-Al Cristo y al tonto que le lleva los achicaré yo.
-Sí no te marches de ahí –dice Matilde- mi padre te va a dar un tiro.
-No me importan los tiros –contesta la vieja.
Empiezan las niñas a apedrearla y dicen que ella se revuelve airada y les hace amenazas terribles.
-Le he dado en la cara –dice Matilde- y está sangrando.
Luego el señor Irizar retira de allí a las niñas. Es la hora del medidodía. La familia se sienta a comer y comenta lo ocurrido en tono de borma y quitándole importancia delante de Matilde, para que se le borre de la imaginación.
MARICHU VIENE DE LA CONCHA
Preocupado el señor Irizar con lo que está pasando a su hija Matilde y a su amiguita María Luisa, las hace que jueguen en el patio de casa sin acercarse al río.
Pero, a media tarde, nota que las niñas han desaparecido y otra vez las encuentra tirando piedras a la bruja en el mismo sitio que por la mañana.
Dicen que la vieja ya no está sola. En este momento ha salido con ella del río una joven exageradamente descotada con la falda corta y la blusa sin mangas, la cara muy pintada y el pelo teñido de rubio.
Las otras niñas, que jugaban con Matilde y María Luisa, oyendo lo que dicen éstas, tienen miedo y se marchan.
Matilde pregunta a la joven:
-¿Cómo te llamas?
-Marichu.
-¿Dónde vives?
-En San Sebastián, en la Concha.
El señor Irizar hace la señal de la Cruz y la joven desaparece. La vieja hace un garabato, imitando muy mal la señal de la Cruz.
Las niñas se retiraron y a las site de la tarde, llegó el pretendido vidente de Ataun Francisco Goicoechea, que goza de gran autoridad, por aquellos contornos. Bajó al ríocon la niña Matilde y ésta empezó a ver enseguida a la vieja y a la joven, que salían del agua.
Goicoechea no vió nada, pero, por las explicaciones de Matilde, aseguró que todo ello le parecía cosa diabólica.
EL CAMINO DE LOS ATAUDES
Al día siguiente de estos sucesos todo el pueblo de Ormaiztegui estaba enterado, como es natural, de lo que ocurría.
Ante varias personas se repitieron las experiencias, a la orilla del río. Entre estas personas estaba una señora de Bilbao, de la que, por la narración del señor Irizar, sólo sé que se llama doña Luisa. Luego he tenido ocasión de hablar con ella y me he enterado de que es esposa del fabricante de galletas de Bilbao, señor Arriola, y que pasa temporadas en Ormaiztegui. Ella me misma me ha confirmado, punto por punto, la narración del señor Irizar.
La visión de las dos figuras se repite este día en idéntica forma a la del día anterior. Pero luego las niñas empiezan a ver salir del agua muchas mujeres. Sale también un hombre, tocado con una visera.
-Es feísimo –dicen las niñas-. Y se ve que les causa verdadero horror.
Al poco rato, una nueva figura. Esta llegar por el aire, rodeada de ángeles y dice a las niñas que es la Virgen que viene del cielo y que las otras figuras que han visto era el demonio y la tentación.
Estas han desaparecido en el mismo momento.
En todos los detalles coinciden las niñas separadamente.
En las manos de la Virgen aparece una copa dorada y las pequeñas anuncian a doña Luisa que la Virgen le va a dar la comunión. (Asegura doña Luisa que aquel día no había comulgado, según es su costumbre diaria, por hallarse ausente el párroco de Santa Lucía).
Se pone de rodillas, con las pequeñas a su lado y, auqne ella dice después que no ha sentido ninguna sensación de contacto, las niñas afirman que la Virgen acaba de introducirle en la boca la Sagrada Forma.
Enseguida Matilde y María Luisa, coincidiendo en todo, dicen que ven un camino muy ancho. En el centro de él está la Virgen. A ambos lados de ella, grandes filas de personas muertas. Las de la derecha están ya en el cielo; las de la izquierda, en el infierno.
En cada ataud van leyendo las niñas el nombre de la persona a quien pertenece. Entre los que citan hay muchos de Ormaiztegui, algunos fallecidos recientemente, pero otros, hace muchos años, antes de que las niñas pudieran conocerlos.
-Mira, allí pone "Irizar" y el muerto se parece mucho a mi padre –dice Matilde.
La niña explica cómo está amortajado el cadáver: "sotana negra, sobrepelliz, bonete y un crucifijo en las manos.
El señor Irizar queda sorprendido al oír que la pequeña Matilde explica exactamente cómo fué amortajado su padre –el abuelo paterno de la niña- por ser gran devoto de San Luis Gonzaga. Este señor murió el año 1.900 y la niña no podía tener de él mas que muy vagas referencias.
Por fin los ángeles se llevan al cielo a los muertos de la derecha y los de la izquierda desaparecen entre llamas por un gran boquete, que se abre en el suelo.
Terminan las niñas rezando el rosario ante la Virgen entre músicas delicadísimas, que dicen que ejecutan los ángeles.
Matilde dice a su padre, por orden de la Virgen, que coloque una cruz en el lugar de las apariciones.
La cruz se ha colocado y muchos vecinos de Ormaiztegi, testigos de lo que cuento, pueden dar fé de que yo nada he puesto de mi parte en el relato.
UNA VERDAD OFICIAL
Estos últimos días las visiones se han recrudecido en Ezquioga.
Han acentuado, además, su carácter extraordinario de tal manera que, si es falso, no podrán sostenerlo por mucho tiempo. Estamos, probablemente, en el principio del fin.
En la tarde del día 15 de este mes de octubre centenares de personas vieron cómo de las manos de la joven de Beizama, Ramona Olazabal, brotaba la sangre, mientras aquella se hallaba en éxtasis. Le apareció además un rosario colgado de la cintura, para confirmar la predicción, que ella habíahecho, de que aquel día la Virgen le haría un regalo.
Centenares de personas se prestaron a declarar que, antes de aquel momento, Ramona tenía las manos normales. Ella aseguró ante todo el mundo y parece que también ante el juez, que las heridas se las había hecho la Virgen con una espada. En la sangre, que brotaba de ellas se empaparon con impaciente devoción, muchos, muchísimos pañuelos.
Casos análogos se vienen repitiendo estos días. Pero el Vicario general de la Diócesis, en carta publicada en los periódicos, dice que no hay en ellos indicios probados de intervención sobrenatural y sí motivos suficientes para atribuirlo a causas naturales.
Si son causas naturales, es de esperar que la autoridad judicial, que interviene en el asunto, las esclarezca. Esperemos un poco todavía...
LA VERDAD DEL REPORTER
Yo no he puesto nada d emi parte en este relato.
Lejos de eso, podría ampliarle indefinidamente, sin acudir para nada a la ayuda de mi fantasía. En Ezquioga, en Ormaiztegui, en Zumárraga y en muchos pueblos navarros también, se cuentan infinitos casos de curaciones, de castigos celestiales, de hechos maravillosos, que están al decir de las gentes, ocurriendo todos los días.
Pero, ni yo tendría bastante tiempo para comprobarlos todos, ni puedo fiarme, para contarlos al público, de cualquiera que a mí me los cuente, aunque sea persona respetable.
Ahí queda todo lo que yo sé de Ezquioga y de sus derivaciones: una posibilidad de intervención divina, algo de diabólico acaso y mucha miseria, mucha sin duda, de la pobre carne humana.
La verdad absoluta no puede pedirse a un reporter. Su única verdad es contar, contar cosas interesantes o, por lo menso, de modo que interesen.
Eso es lo que yo me propuse hacer en este folleto.
Me alegraría de haberlo conseguido, lector.
IMP. MARTIN Y MENA – S.S.
PIES DE FOTOS
Foto 1: Patxi el de Ataun, con su traje dominguero, no parece el hombre que ve a la Virgen, sino el mozallón enamorado que va a buscar a su novia para bailar un "ariñ – ariñ".
Foto 2: A pesar de su aire despreocuapdo, éste es Aurelio Cabezón, el fotógrafo que vió a la Virgen y perdió la máquina. Sus compañeros le dan bromas. Son bromas poco prudentes. Si Aurelio ha visto a la Virgen, ellos no pueden estar seguros de que no la verán.
Foto 3: Lolita Núñez es otra visionaria, tolosana, muy popular en Ezquioga. Manos piadosas la sostienen durante su visión de Magdalena dramática y enfervorizada.
Foto 4: El médico Sr. Aranzadi atiende con admirable paciencia y celo profesional a los accidentados. El Sr. Aranzadi es un buen creyente: pero los tres meses en el botiquín le van haciendo dudar de los milagros de Ezquioga.
Foto 5: Después de dos horas de visión, Goicoechea queda rendido. Luego descansa en la fonda de Ezquioga y recibe a sus visitas en esa actitud un poco musulmana.
Foto 6: Ramona Olazábal, después de cerradas sus heridas, sigue dialogando con la Virgen. Las heridas pudieron ser hechas con una "Gillette", según se dice; pero la chica tiene una carita virginal, como para andar en cromos.
Foto 7: Una fe un poco atropellada ha dejado pelados aquellos cuatro robles jóvenes sobre los que se posó la silueta del milagro. En compensación, los llena de flores y les ha plantado en medio esa cruz de 10 metros de altura.
Foto 8: Todos los días se da en el monte de Ezquioga el mismo espectáculo. Millares de personas atraídas por la devoción y la curiosidad. Algún día el monte desapareció por completo bajo la multitud.